Relatos 

 

EL SUICIDA

Ha sido un transeúnte bajo de estatura y con gafas quien se ha percatado de la situación. "¡Allí!", dice indicando con su dedo índice la azotea de un alto edificio. El policía mira en la dirección indicada, al igual que otros transeúntes. Sí, efectivamente, hay un hombre asomado peligrosamente sobre un alero, en la azotea. La gente se arremolina en torno al edificio. El individuo parece decir algo, pero el tráfico impide entenderle. "Grite un poco, por favor", exclama una anciana de pelo blanco y bolsito negro. "¡Me mataré, me tiraré!. Nadie me ayuda. Soy un desgraciado. Quiero morir. Así terminará todo...!". El policía corre presuroso a una cabina telefónica callejera. Un transeúnte se aleja murmurando. "Todos dicen lo mismo y luego no se tiran". Llega un coche de bomberos. El tráfico se paraliza. Cientos de curiosos se agolpan frente al edificio. Los bomberos colocan una lona circular en el lugar, más o menos supuesto, del posible aterrizaje. Acuden algunos fotógrafos de prensa con sus cámaras. El policía saluda marcialmente a su jefe, que ha llegado veloz en un coche. "Un sacerdote", exclama con voz recia el jefe de policía. "¿No hay ningún sacerdote?". Sudoroso y jadeante surge uno, abriéndose paso fatigosamente entre la multitud. "¡A la azotea!", ordena perentorio el jefe de policía. El sacerdote le sigue. Allí está el suicida, peligrosamente sentado en el estrecho alero. Imposible acercarse a él. El jefe de policía, a través del megáfono, inquiere: "¿Dónde vive usted?". El suicida, solícito, da su dirección, y el jefe de policía bisbisea algo al oído de un subordinado, mientras ordena al sacerdote: "¡Háblele usted!". Monótonamente, el sacerdote le cuenta cosas maravillosas, pero el suicida no se inmuta. "Me tiraré cuando termine de contar hasta cien". "Uno, dos...". Al llegar a noventa y nueve aparece su mujer, acompañada de una niña pálida y delgada. "¿Por qué haces estas cosas, por qué?", exclama llorosa la mujer, transportada rápidamente desde su domicilio en un coche de la policía. "La vida es maravillosa —afirma el sacerdote—. Le quieren, como verá... Y hay un Dios que espera". Una furtiva lágrima cruza la mejilla demacrada del presunto suicida. Fatigosamente se desliza por el alero hasta el grupo. Rápidamente, dos policías, como si temieran que de pronto se arrepintiera, le sujetan fuertemente Por las muñecas. El jefe de policía, iracundo, le propina una sonora bofetada. "¡Te va a costar muy cara esta broma!". Abajo, en la calle, la multitud se dispersa desilusionada.


 

EL FUSILAMIENTO

¿Era válida, resultaba moralmente lícita aquella manera que tenía el Coronel P. de divertirse con los prisioneros? Cierto era que los días resultaban eternos en aquel páramo, donde el sol apretaba sin piedad, que el Coronel P. se aburría en extremo y deploraba el hecho de que en la capital no se ocuparan de su anhelado traslado (el día que lo solicitó besó la carta, antes de enviarla) y que tampoco la vida de aquellos reclusos tenía gran importancia... pero hay bromas que pasan de la raya. Por ejemplo, el fusilamiento "acuático". Llamado así por el Coronel P. El primero que soportó la broma se murió del susto. Todo consistía en sacar de la celda a un prisionero escogido al azar, colocarlo en el paredón frente a un pelotón de ejecución, vendarle los ojos para que no viera el truco y gritar "¡Agua!", en lugar de "Fuego". De los fusiles no salían balas, ni tan siquiera perdigones, sino sendos chorritos de agua, al igual que en ciertas pistolas de juguete. La broma dejó de ser tal cuando, con su repetición, harto numerosa, los reclusos se enteraron y dejaron de asustarse. Lo malo fue cuando el Coronel P., dispuesto a seguir la broma hasta el final, gritó "fuego" un día y los fusiles vomitaron balas. El desgraciado recluso, que se sintió más listo y bromista que el propio Coronel P., murió en traje de baño, con los ojos redondos como platos, víctima de la sorpresa...


 

LA APARICIÓN

Paseaba solo por el monte, en un terreno solitario, y repentinamente experimenté una extraña sensación. El viento movía los árboles y creí desvanecerme. ¿Serán éstos los momentos previos a una aparición milagrosa? Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Podía echar a correr, pero permanecía quieto, clavado en el suelo. Mentalmente repasaba las preguntas que le formularía, las entrevistas que posteriormente me harían en la televisión y en los periódicos, lo mucho que podría obtener con una entrevista en exclusiva, y las posibilidades de venta del agua milagrosa, previamente embotellada. ¿En qué lugar exactamente surgiría el chorro? Por un momento llegué a pensar en la posibilidad de pedirle... me da vergüenza decirlo. Empieza por p... Una nube negra ocultó el sol por unos momentos e intuí que toda posibilidad me había sido denegada. Lentamente, perezosamente, reanudé mi camino... De todas las maneras los negocios petrolíferos resultan muy complicados.


 

UN ACCIDENTE

El cadáver del niño estaba en la acera, oculto celosamente a las miradas, bajo una manta. Unos policías cuidaban de que los curiosos no se acercaran demasiado, mientras aguardaban la llegada de las autoridades. Muy cerca, una señora lloraba desconsoladamente, gemía, gritaba, sollozaba... "¡Es mi hijo, es mi hijo!", repetía incesantemente. El conductor del camión, pálido, desencajado, explicaba al agente de tráfico lo sucedido. Llegó un fotógrafo de prensa y se puso a trabajar. El chófer no advirtió el flash, continuaba dando interminables explicaciones. La madre seguía sollozando, ocultando el rostro entre sus manos. Las personas que piadosamente la asistían, increparon con gestos mudos al fotógrafo para que se alejara y no la molestara. Pero la mujer, advertida, al ver que el hombre se alejaba, tuvo ocasión de preguntarle, entrecortadamente, a voz en grito: "¿Para qué periódico trabaja usted?".


 

CIUDADANO AGRESIVO

Soy un ciudadano pacífico, amante del orden, enemigo de la injusticia. Pero cuando me provocan, cuando asisto a espectáculos bochornosos —donde la ley del más fuerte se impone sin causa lógica ni justificada— a situaciones aceptables, a incidentes penosos, donde el débil es fustigado y escarnecido, entonces, una nube roja ofusca mi mente y provoca en mí reacciones insospechadas. Iba yo el otro día, sin ir más lejos, en el "metro". Eran escasos los pasajeros, pero todos los asientos estaban ocupados. Yo permanecía en pie. En una de las estaciones entró en el vagón una señora en estado interesante, muy avanzado... Con esto quiero decir que a simple vista era ostensible su embarazo... Bien, no debía pensar lo mismo aquel tipejo, sentado junto a ella, de mirada distraída. Me puse nervioso... y no pude más. Me acerqué al individuo: —Oiga, usted, ¿es que no se ha dado cuenta...? El individuo parecía no querer entender. Le propiné un puñetazo en la nariz que le hizo saltar la sangre a borbotones. Un hombrecillo sentado junto a él, salió en su defensa... Le propiné una tremenda patada en el bajo vientre, y cayó como fulminado en el suelo. El resto de los pasajeros, asustados, ni se movieron... Solamente la mujer embarazada —y esto me molestó mucho— se atrevió a increparme... No pude resistirlo. Le propiné tal patada en el vientre que será difícil, supongo, que su parto no resulte prematuro... El convoy se paró en la siguiente estación y me fui apretando el paso. Los viajeros se quedaron atendiendo a los contusionados. Al día siguiente, leyendo el periódico, me sorprendió desagradablemente el hecho de que la parturienta había muerto, "salvajemente golpeada por un desconocido en un vagón del metro". Pero lo más sorprendente era que entre mis víctimas hubiese también un ciego.


 

LA CAMISETA

Su pasión era el fútbol. Mejor dicho, "su equipo" de fútbol. Era, quizá, el reflejo de una frustración... que se acrecentó cuando "su equipo" perdió el Campeonato... por culpa de su "eterno rival". Al día siguiente, lunes, cuando iba a su casa y cruzaba un descampado, donde jugaban al fútbol unos niños, se topó casualmente con uno de ellos, que enfundaba la camiseta... del equipo rival. Lo llamó cariñosamente. El niño acudió solícito y sonriente. Le preguntó amablemente si la camiseta que vestía era de su equipo favorito. El niño respondió afirmativa y orgullosamente y añadió que también era el equipo de su papá. Entonces, el hombre, de rodillas, mirando fijamente al niño, serio, y con sus brazos colocados en los respectivos y pequeños hombros, en plan "de hombre a hombre", le dijo lentamente: "Dile a tu padre que eres un hijo de p...". El niño parecía no entender. Él insistió. "¿Me entiendes? Dile... a tu... padre... que eres un hijo de p...". "¿Te acordarás?". El niño se echó a llorar y él se fue apresuradamente para que la gente no pensara otra cosa...


 

EL ATROPELLO

Era miércoles. Volvía a casa en su coche, tras una fatigosa jornada laboral. Un imprevisto atasco en el tráfico ponía en peligro la visión del primer tiempo de un apasionante partido de fútbol internacional que ofrecía la televisión. Y aceleró... La niña tampoco puso —también hay que decirlo— mucha atención al cruzar la calzada y el encontronazo resultó inevitable... No se detuvo, porque luego le marean y atosigan a uno con tanta pregunta, aclaraciones, pesquisas y comparecencias ante el juez. Además los testigos, en estos casos, siempre declaran a favor de la presunta víctima, máxime si se trata de un menor de edad. Vio el partido cómodamente sentado en un sillón de su casa, no dijo nada a su mujer en torno al incidente y al día siguiente leyó los diarios deportivos exclusivamente, con los comentarios en torno al partido televisado. Es por ello que no pudo enterarse de que la niña murió en el acto.


 

EL INVENTO

Era fontanero y en sus horas libres —que eran muchas, dado que en la perdida localidad donde ejercía su profesión, los clientes eran escasos— se dedicaba a "inventar". Nadie le tomaba en serio. Llevaba quince años trabajando en una bomba atómica de bolsillo. Creía haberlo conseguido. Se lo contó al corresponsal del diario de la capital, pero le tomó por loco y no envió ninguna línea. Consternado, dolido y despechado, preparó una explosión nuclear para el día del cumpleaños de su mujer. Al apagar las velas de la tarta de un soplo, un ingenioso dispositivo provocaría la explosión. Así ocurrió. El hongo atómico se divisó a varios cientos de kilómetros y el pueblo prácticamente desapareció del mapa y de la tierra. Dada la lógica ignorancia de los hechos, se hicieron muchas especulaciones en el país y en la capital se practicaron algunas detenciones.


 

EL EXHIBICIONISTA

No sonó el despertador y tuvo que vestirse apresuradamente para no llegar tarde a la oficina. En los treinta años que llevaba al servicio de la empresa rara vez se había retrasado. Le consideraban un empleado modelo. Tuvo suerte y cogió en seguida el autobús. Además consiguió un asiento. Una niña de ojos azules le observaba detenidamente. Era graciosa y le dedicó una amable sonrisa. La niña, un poco asustada, le dijo algo a su padre, sentado junto a ella y ensimismado en la lectura de un periódico. El padre interrumpió la lectura y miró inquisitivamente al oficinista. Parecía no dar crédito a lo que veía. El empleado modelo, azorado, descubrió que no se había abotonado la bragueta e iba exhibiendo sus órganos genitales. El padre, profiriendo insultos y groserías, se abalanzó sobre él y le propinó varios puñetazos. Los pasajeros trataron de contenerle. La niña lloraba. Cuando se enteraron de la causa de su indignación arremetieron todos contra el sorprendido e involuntario exhibicionista. Lo hubiesen matado de no haber intervenido la fuerza pública. De todas maneras, camino de la comisaría más cercana le propinaron tremendos puñetazos y puntapiés, de los cuales no pudo recuperarse el resto de sus días...


 

UNA DAMA

Camino de su granja, B. observó de repente un extraño fulgor, un resplandor blancuzco y violeta que surgía tras unos altos arbustos... Se hallaba en el campo, solo y envuelto en un gran silencio. Se detuvo. Una silueta femenina comenzó a perfilarse en medio del gran resplandor. Una hermosa dama de túnica azul se hizo visible. Le sonrió y saludó. Después la dama y el resplandor desaparecieron. B. prosiguió su camino. Al llegar a casa su aire ensimismado y pensativo hizo que su mujer le preguntara: "¿Qué te pasa? ¿Te ha ocurrido algo?". "Nada". B. no quería complicarse la vida. Murió quince años más tarde sin decir nada a nadie. Todos los lunes, primeros de mes, se le había aparecido regularmente la dama en cuestión. De haber hablado hubiese creado un rito...


 

NAUFRAGIO

Veo... veo... un... El vigía intenta decir algo, pero le embarga la emoción, justificada en este caso porque jamás ha visto en su vida un iceberg de semejante tamaño. El choque es terrible y el trasatlántico cruje. En el gran salón de baile algunas parejas se intercambian excusas y prosiguen su danza. El capitán, informado de lo ocurrido, estalla en sollozos. ¿Por qué he de ser yo el último? —se repite constantemente—, ¿Por qué?. "Los hombres primero", exclama un marinero egoísta. Algunos ancianos y mujeres con niños protestan airadamente. El director de orquesta busca voluntarios para interpretar un himno religioso apropiado con las circunstancias. "Los tenores a mi derecha", exclama nervioso. En la piscina, un señor de la clase de "lujo" intenta aprender a nadar rápidamente, ayudado por el profesor de natación, que se lamenta del escaso sueldo que percibe. Minutos más tarde la mole del trasatlántico desaparece bajo las aguas, provocando un gran remolino. Unos cuantos botes salvavidas perdidos en la oscuridad se agitan entre las olas. Algunos náufragos tratan de asirse desesperadamente, en el límite de sus fuerzas, a los botes. Pero están ya repletos. Sus ocupantes les golpean con sus remos furiosamente en los nudillos, mientras musitan entre dientes... "Completo... le digo que está completo". Los náufragos no pueden protestar porque cuando abren la boca tragan agua salada. Uno llegó a resistir treinta golpes de remo. Murió sin dedos.


 

LEONES

Trataba de demostrar al empresario que su número circense era único en el mundo. Montó la jaula y encerró en la misma a cuatro enormes leones. Desde fuera entregó a uno de ellos un aro. Un león lo sostuvo con su pata derecha mientras que otro saltaba atravesándolo limpiamente. A otra señal del domador los leones jugaron al corro, erguidos sobre dos patas. Luego con una pelota dieron cabezadas. Lo hacían todo sincronizadamente, con gran maestría. El empresario no quedó muy convencido de la atracción. Le dejaban frío aquellas habilidades de los leones. "Parece como... como si usted les tuviera miedo... No se acerca a ellos, no arriesga nada... En dos palabras: no hay emoción". El domador, sorprendido y dolido por aquellas palabras, se introdujo resuelto en la jaula y profirió un rugido terrible. De un salto los cuatro leones, asustados, se encaramaron al techo de la jaula, y allí permanecieron varias horas. Hasta que no perdieron de vista al domador no se atrevieron a bajar...

 

El cardenal. Óleo de Andrés Rábago cedido para la portada de Antología de humor.