El tren penetra en un túnel. Las luces del departamento no se encienden. La oscuridad es total. Recuerdo el juego preferido de mi llorado amigo Tic en circunstancias análogas: Se pegaba una bofetada. Todos los compañeros de viaje percibían el chasquido acusador. Y tras la espera ansiosa de la luz del día, Tic, con su delator carrillo enrojecido, se sentía muy complacido al observar el rubor de su compañera de viaje, víctima de las miradas curiosas y un tanto malsanas, del resto de los viajeros... El túnel es largo y las luces no se encienden. Una terrible duda asalta mi mente. Bien pudiera haberme quedado ciego. No sería el primer caso. Lo he leído en la prensa. Finas gotas de sudor brotan de mi frente. Abro los ojos, los pongo redondos como platos, pero no alcanzo a vislumbrar ninguna brizna de luz. Como último recurso, exclamo con voz trémula: —¡Estos malditos trenes! Todos mis compañeros de viaje, responden a coro: —¡Estos malditos trenes...! Mi soplo de tranquilidad se esparce por el departamento. Una claridad percibida a través de la ventanilla, me indica que la salida del túnel está muy próxima. Cierro los ojos. Ciego, ciego para siempre. Trato de imaginármelo, trato de verme: alto, apuesto, erguido, una hermosa corbata, un elegante bastón blanco. Mis ojos, mis bellos ojos, sin fondo, sin vida y sin luz, no necesitan la protección de unas gafas ahumadas. Las mujeres me miran al pasar. Las bellas mujeres me miran. ¿Amor? ¿Piedad? Amor, amor. Pero las aparto dulcemente con mis manos. "No puede ser, no puede ser", musito... Y cuando ya las lágrimas están a punto de brotar de mis ojos, cuando ya la desesperación y la impotencia corroen mi ánimo, pienso que yo, con un acto de mi propia voluntad, de mi propia potencia, puedo llegar a ver... Y cuando ya el rojo de mis cerrados ojos me indica que el túnel quedó atrás, los abro de improviso. ¡Qué maravilla! El campo, el cielo, los hombres, mis compañeros de viaje. Quisiera abrazarles uno por uno... Trataría de explicarles... ¡Pobres ciegos!