Alonso Ibarrola. Relatos 2 

 

ATERRIZAJE FORZOSO

Sólo se percibe un tenue zumbido en el interior del avión. Algunos pasajeros dormitan. Otros leen. Pronto aterrizaremos. Minutos antes, los altavoces nos han ordenado abrocharnos los cinturones de seguridad. El avión pierde altura. Diviso una casa perdida en el campo. ¿Algún día conoceré a sus moradores? No lo creo. Demasiadas cosas estúpidas, banales y superfluas inundan mi existencia y me impedirán conocerlos personalmente. Si tuviera tiempo... “Buenas tardes –digo interrumpiendo su comida. Están todos sentados en torno a la mesa–, pasaba por aquí arriba y me he dicho...”. Sus miradas muestran estupor, asombro. No, no sería lógico. Dejemos las cosas como están. Diviso muy próxima la pista de aterrizaje. De pronto el avión da una sacudida y remonta bruscamente el vuelo. Me siento inquieto. Una voz, la de la azafata, a través del altavoz, intenta tranquilizarnos. No ha sido nada. Algo en el tren de aterrizaje. Dentro de unos minutos lo intentaremos nuevamente. Tengo miedo. Es inútil que grite, o que chille: ¡Quiero salir! Hay que esperar, quieto, silencioso, sin ver ni pensar en nada. ¿Habrá llegado mi hora? Es imposible, no puede ser. Estas cosas se leen en los periódicos, les ocurren a los demás... Pero ¿a mí? Ridículo. El avión describe un amplio círculo sobre el aeropuerto. El cielo es de un azul intenso, y allí abajo está la tierra. ¡Dios mío!, ¡qué bello es vivir! Yo quiero vivir, a costa de lo que sea. Seré pobre, seré bueno, amaré a mi mujer, no la engañaré nunca más. Perdonaré, amaré a todos, también a Pedro, que me consta que me odia. Mañana mismo le abrazaré: “¡Hola, Pedro!”, le diré. ¿Mañana? No, hoy mismo. Desde este mismo instante lo prometo, cuando el avión toque tierra habrá nacido un hombre nuevo. Gozaré de todos los pequeños instantes de felicidad. Contaré los minutos, los segundos y daré las gracias por vivir. ¿A quién? A Dios, naturalmente. Sí, existe Dios, tiene que existir. ¿He dudado alguna vez? Sí, es cierto. Pero ahora creo, creo, creo... A mis labios acuden en tropel y con dificultad algunas palabras que no logran hilvanar una oración completa... El avión ha tocado ya con sus ruedas la pista de aterrizaje y aminora la velocidad. “¡Viva!”, grito. “¡Viva!”. Todos gritamos algo. Una señora gruesa me abraza. Algunos palmotean. Es un buen momento para besar a la azafata. La gran ocasión. Me enfundo el gabán. Estoy pletórico. “¿Dónde están los pilotos?”, pregunto enérgicamente. Quiero una explicación, exijo una explicación. Me quejaré a la Compañía. No viajaré más en sus malditos aviones. Les romperé la cara a sus consejeros. Lo contaré a todos mis amigos. Con las vidas humanas no se juega. Imbéciles. Mañana formularé la oportuna reclamación. ¡Sin contemplaciones! ¡Caiga quien caiga!.


 

BUCHENWALD

Estaba sentado, creo más bien que acurrucado, junto a mis compañeros del barracón, cuando una voz recia exclamó: —¡A la ducha! —¿Con este frío?, objeté. Pero nadie coreó mi tímida protesta. “Yo no me ducho –me he repetido interiormente para darme confianza–. Me opondré con todas mis fuerzas”. Mis compañeros se han colocado ya en fila. —Ven aquí; no seas idiota. “¿Nos ducharán a todos juntos?”. He sido toda mi vida muy vergonzoso. Ni en el servicio militar lograron quitarme mi pudor, cuando nos veíamos obligados a ponernos todos juntos en corro, y en cuclillas, formando un círculo. Recuerdo que nos pasábamos así horas y horas, y que alguno, de repente, cesaba de hablar... Yo no podía. Hasta que venía el sargento. Mi mujer apagaba siempre la luz. Nunca me vio el rostro mi mujer en ese momento. —Qué tímido eres, cariño –me decía sonriente. Estos mismos pensamientos me asaltaron al verla muerta. Mi suegra musitaba una oración. —¡Basta! —dije. Mi suegra me miró con sus grandes ojos negros y prosiguió el rezo. Me han dado una pastilla de jabón y una toalla. Son amables. “¿Y si me guardara la pastilla?”. La fila se ha detenido. Un oficial grita: —¡Desnúdense! ¡Quítense todo lo que lleven encima! Nos miramos los unos a los otros... Uno, por fin, se decide y comienza a desabotonarse. Resto indeciso; pero al ver a algunos de mis compañeros completamente desnudos, me animo a hacer lo propio. Me quedo solamente en camiseta. Trato de estirarla para que me tape bien por abajo... La fila pasa ante un oficial y deja en una mesa el hatillo de ropa, que luego va a parar a un confuso y desordenado montón. Mientras llega mi turno, pienso en lo difícil que va a resultar luego recuperar el hatillo de ropa correspondiente... Estoy ya ante el oficial. —¡Tú! –barbota, pegándome en las nalgas con una vara–, ¡La camiseta! Muerto de vergüenza, me desprendo de mi última prenda. El oficial me observa, sonriente y divertido de mi vergüenza. Yo no puedo más y emprendo veloz carrera hacia las duchas. —Señor, Señor, acaba pronto con esta situación –musito.


 

EL SUICIDA

Ha sido un transeúnte bajo de estatura y con gafas quien se ha percatado de la situación. "¡Allí!", dice indicando con su dedo índice la azotea de un alto edificio. El policía mira en la dirección indicada, al igual que otros transeúntes. Sí, efectivamente, hay un hombre asomado peligrosamente sobre un alero, en la azotea. La gente se arremolina en torno al edificio. El individuo parece decir algo, pero el tráfico impide entenderle. "Grite un poco, por favor", exclama una anciana de pelo blanco y bolsito negro. "¡Me mataré, me tiraré!. Nadie me ayuda. Soy un desgraciado. Quiero morir. Así terminará todo...!". El policía corre presuroso a una cabina telefónica callejera. Un transeúnte se aleja murmurando. "Todos dicen lo mismo y luego no se tiran". Llega un coche de bomberos. El tráfico se paraliza. Cientos de curiosos se agolpan frente al edificio. Los bomberos colocan una lona circular en el lugar, más o menos supuesto, del posible aterrizaje. Acuden algunos fotógrafos de prensa con sus cámaras. El policía saluda marcialmente a su jefe, que ha llegado veloz en un coche. "Un sacerdote", exclama con voz recia el jefe de policía. "¿No hay ningún sacerdote?". Sudoroso y jadeante surge uno, abriéndose paso fatigosamente entre la multitud. "¡A la azotea!", ordena perentorio el jefe de policía. El sacerdote le sigue. Allí está el suicida, peligrosamente sentado en el estrecho alero. Imposible acercarse a él. El jefe de policía, a través del megáfono, inquiere: "¿Dónde vive usted?". El suicida, solícito, da su dirección, y el jefe de policía bisbisea algo al oído de un subordinado, mientras ordena al sacerdote: "¡Háblele usted!". Monótonamente, el sacerdote le cuenta cosas maravillosas, pero el suicida no se inmuta. "Me tiraré cuando termine de contar hasta cien". "Uno, dos...". Al llegar a noventa y nueve aparece su mujer, acompañada de una niña pálida y delgada. "¿Por qué haces estas cosas, por qué?", exclama llorosa la mujer, transportada rápidamente desde su domicilio en un coche de la policía. "La vida es maravillosa —afirma el sacerdote—. Le quieren, como verá... Y hay un Dios que espera". Una furtiva lágrima cruza la mejilla demacrada del presunto suicida. Fatigosamente se desliza por el alero hasta el grupo. Rápidamente, dos policías, como si temieran que de pronto se arrepintiera, le sujetan fuertemente Por las muñecas. El jefe de policía, iracundo, le propina una sonora bofetada. "¡Te va a costar muy cara esta broma!". Abajo, en la calle, la multitud se dispersa desilusionada.


 

NAUFRAGIO

Veo... veo... un... El vigía intenta decir algo, pero le embarga la emoción, justificada en este caso porque jamás ha visto en su vida un iceberg de semejante tamaño. El choque es terrible y el trasatlántico cruje. En el gran salón de baile algunas parejas se intercambian excusas y prosiguen su danza. El capitán, informado de lo ocurrido, estalla en sollozos. ¿Por qué he de ser yo el último? —se repite constantemente—, ¿Por qué?. "Los hombres primero", exclama un marinero egoísta. Algunos ancianos y mujeres con niños protestan airadamente. El director de orquesta busca voluntarios para interpretar un himno religioso apropiado con las circunstancias. "Los tenores a mi derecha", exclama nervioso. En la piscina, un señor de la clase de "lujo" intenta aprender a nadar rápidamente, ayudado por el profesor de natación, que se lamenta del escaso sueldo que percibe. Minutos más tarde la mole del trasatlántico desaparece bajo las aguas, provocando un gran remolino. Unos cuantos botes salvavidas perdidos en la oscuridad se agitan entre las olas. Algunos náufragos tratan de asirse desesperadamente, en el límite de sus fuerzas, a los botes. Pero están ya repletos. Sus ocupantes les golpean con sus remos furiosamente en los nudillos, mientras musitan entre dientes... "Completo... le digo que está completo". Los náufragos no pueden protestar porque cuando abren la boca tragan agua salada. Uno llegó a resistir treinta golpes de remo. Murió sin dedos.

 

Depetris