El enemigo estaba allí, fuertemente atrincherado y protegido por numerosas baterías, que cubrían con su fuego todo el valle. Era preciso atravesarlo con cargas furiosas de la caballería. El Alto Estado Mayor calculó que serían precisas cinco oleadas, cada una de ellas con cinco mil hombres. Teniendo en cuenta que el enemigo causaría un sesenta o setenta por ciento de bajas, era lógico suponer que la quinta oleada llegaría a su destino. Dadas las órdenes pertinentes se iniciaron las cargas. La batalla no se desarrolló según el cálculo previsto y lo cierto es que para la supuesta última y definitiva oleada, sólo quedaban dos soldados. Preguntaron éstos si la carga tenían que hacerla al galope forzosamente como las anteriores. Vistas las circunstancias se les dio plena libertad para hacer lo que quisieran. Y los dos soldados, pie a tierra, cansadamente, arrastrando de la brida a sus respectivos caballos, se lanzaron contra el enemigo, hablando tranquilamente de sus cosas...
Jamás en la vida había sostenido con su hija (única, por cierto) una conversación en torno al tema sexual. Se consideraba muy liberal y progresista a tal respecto, pero no había tenido ocasión de demostrarlo, porque daba la casualidad de que la muchacha nunca había preguntado nada, con gran decepción por su parte y descanso y tranquilidad para su mujer, que en este aspecto era timorata y llena de prejuicios. Pasaron los años, y un día la muchacha anunció que se iba a casar. “Tendrás que decirle algo”, arguyó su mujer. Y una noche, padre e hija hablaron. ¿Qué le dijo el padre? ¿Qué cosas preguntó la hija? A ciencia cierta, no se sabe. El hecho es que la madre tuvo que esperar dos horas, y cuando salieron de la salita de estar la hija exclamó: “¡Me dais asco!”. Y se retiró a su dormitorio. La madre pensó que había ocurrido lo que temía. Su marido lo había contado todo, absolutamente todo.
Camino de su granja, B. observó de repente un extraño fulgor, un resplandor blancuzco y violeta que surgía tras unos altos arbustos... Se hallaba en el campo, solo y envuelto en un gran silencio. Se detuvo. Una silueta femenina comenzó a perfilarse en medio del gran resplandor. Una hermosa dama de túnica azul se hizo visible. Le sonrió y saludó. Después la dama y el resplandor desaparecieron. B. prosiguió su camino. Al llegar a casa su aire ensimismado y pensativo hizo que su mujer le preguntara: "¿Qué te pasa? ¿Te ha ocurrido algo?". "Nada". B. no quería complicarse la vida. Murió quince años más tarde sin decir nada a nadie. Todos los lunes, primeros de mes, se le había aparecido regularmente la dama en cuestión. De haber hablado hubiese creado un rito...
Trataba de demostrar al empresario que su número circense era único en el mundo. Montó la jaula y encerró en la misma a cuatro enormes leones. Desde fuera entregó a uno de ellos un aro. Un león lo sostuvo con su pata derecha mientras que otro saltaba atravesándolo limpiamente. A otra señal del domador los leones jugaron al corro, erguidos sobre dos patas. Luego con una pelota dieron cabezadas. Lo hacían todo sincronizadamente, con gran maestría. El empresario no quedó muy convencido de la atracción. Le dejaban frío aquellas habilidades de los leones. "Parece como... como si usted les tuviera miedo... No se acerca a ellos, no arriesga nada... En dos palabras: no hay emoción". El domador, sorprendido y dolido por aquellas palabras, se introdujo resuelto en la jaula y profirió un rugido terrible. De un salto los cuatro leones, asustados, se encaramaron al techo de la jaula, y allí permanecieron varias horas. Hasta que no perdieron de vista al domador no se atrevieron a bajar...