He donado mis riñones, mis ojos, mis gafas –soy miope–, pero no me siento feliz por culpa del pájaro. “No me importa el mundo de los niños”, me he dicho a mí mismo una, dos, tres, cien veces, y llego a la conclusión de que ciertamente no me importa. (Un amigo mío se echó a llorar a la tercera). ¿Les importa a los demás? Tengo mis dudas. Hoy día el terror y el horror se confunden. ¿Es posible habituarse a ellos? Me temo que sí. La gente dice tranquilamente: “Mañana me voy de vacaciones, de viaje...”. Y son capaces de utilizar las “consignas” en las estaciones. De ahí a la “ruleta” rusa el camino es muy corto. “Habría que matarla”, había dicho mi mujer –quizá sin mucha convicción– refiriéndose a la canaria. Encerrada en su jaula, sus rabiosos picotazos –alguna misteriosa enfermedad le obliga a rascarse continuamente– han dejado desplumado y llagado su cuerpo. Desde luego, sufre. Matar un pájaro. Se dice fácil..., pero ¿cómo? Una hora de meditación en solitario –mi mujer y mis hijos se han ido de vacaciones y yo me he tenido que quedar trabajando por culpa de un compañero que primero dijo “me siento mal” y luego ha resultado ser cáncer de pulmón (él no lo sabe)– me llevan a la conclusión de que la solución está en la bañera. Introduzco la jaula con la canaria en su interior –la idiota canta–, coloco el tapón y abro el grifo del agua caliente. (Restos de una piedad perdida años atrás con amigos descarriados). El agua sube de nivel con exasperante lentitud. La canaria deja de cantar, se agita inquieta, parece intuir el peligro. Dentro de pocos segundos se agarrará desesperadamente a los barrotes del techo. Prefiero no presenciar el final. Me voy al salón y conecto el televisor. Es un telefilme. ¿Cuánto tiempo transcurrió? No podría decirlo con precisión. El hecho es que sonó el teléfono, sentí la voz airada de mi vecino del piso de abajo y corrí rápidamente a cerrar el grifo de la bañera. El agua inundaba a raudales la estancia. Recogí como pude, con trapos, con toallas, el agua. Durante el resto de la jornada no me sentí feliz, vuelvo a repetirlo, por culpa del pájaro. Antes –se me olvidaba decirlo– había arrojado la canaria al cubo de la basura. No abultaba nada y tenía los ojos abiertos.
Ciertamente la Residencia para ancianos resultaba muy atractiva en su presencia física. Un edificio moderno, en las afueras de la ciudad, en la parte más sana y aireada, rodeado de árboles y jardines, con su piscina olímpica —que a decir verdad solamente utilizaban las enfermeras—, un agradable comedor, sana comida, cuidados médicos... En resumen: la Residencia contradecía toda una leyenda negra forjada por "unos cuantos" desaprensivos de los medios de comunicación, afirmaba su director muy ufano y orgulloso. Pero cuando los hijos, hijas, yernos, nueras, nietos, nietas, sobrinos de ambos sexos y algunos amigos de los allí residentes se acercaban para visitarlos, se percataban de que la mayoría no se sentía nada feliz. Pronto supieron por qué: la Dirección había decidido que todos los televisores emplazados en los salones de recreo y en la cafetería fuesen apagados a las doce de la noche. Hubo protestas generalizadas, porque casi todos los canales de televisión ofrecen películas que nunca terminan para la media noche. Y se quedaban sin saber "cómo terminaba aquello". Los parientes y amigos escuchaban pacientemente las quejas de los internados. Uno de ellos, conmovido o posiblemente harto de tanto oír la misma queja cada domingo, decidió introducir subrepticiamente un televisor portátil, para que su madre pudiera ver los filmes enteros en la habitación. La madre invitó a dos amigas. Estas a otras dos y una noche, la enfermera sorprendió a dieciséis ancianos de ambos sexos contemplando un filme muy interesante a las doce y media de la noche. Arreciaron las protestas. Las visitas optaron por contar el final de las películas a los residentes. Pero como muchos no habían visto la película de turno porque habían salido a cenar o bailar o simplemente a tomar unas copas, decidieron inventarse los finales. Y luego, en la Residencia, los ancianos y ancianas discutían acaloradamente, porque cada cual contaba un final distinto. "¡Pues es así —aseguraba uno—, porque mi hijo me lo ha contado...! ¡Y mi hijo no miente...!
Lo digo de todo corazón: jamás hubiera supuesto que un servicio municipal pudiera funcionar con tanta eficacia. Explicaré mi caso en dos palabras: mi madre, una anciana de ochenta y cinco años, vive conmigo — desde que se quedó viuda hace quince años— en mi piso de soltero. Desde que ocurriera aquella desgracia, mi vida cambió radicalmente, porque surgió una responsabilidad, la cual jamás había imaginado que se me habría de presentar... pero se presentó. Mi madre necesitaba afecto, y yo le daba afecto; mi madre necesitaba compañía... pero yo eso no podía proporcionársela. Mi trabajo me obliga a transcurrir fuera de casa diez horas y hasta doce... Y a mi regreso, allí está mi madre, muda, con un reproche en cada uno de sus ojos. Pasados varios años, decidí poner fin a esta tensa situación. Requerí los servicios del Departamento de Madres Abandonadas y Solteras Arrepentidas, dependiente a su vez del Organismo Autónomo de la Comunidad para Relaciones Humanas en Primer Grado. Tras varias solicitudes y cinco entrevistas personales, acordaron finalmente que una asistente social visitara diariamente a mi madre. No supe nada de la misma hasta meses después. Eso sí, mi madre fue cambiando paulatina y radicalmente día a día. Se la veía feliz. Supe cuál era el secreto de la desconocida asistente social. La escuchaba pacientemente. Mi madre la invitaba a merendar y le contó la historia de la guerra civil española en episodios de tres horas de duración, sin anuncios publicitarios en los intermedios. Un día, llegué a casa más pronto que de costumbre y me topé de bruces con la asistente social, que en aquel momento se estaba despidiendo de mi madre. Era una agradable y atractiva mujer, de dulce rostro, moreno, de perfiles suaves y hablar tranquilo. Debo reconocerlo: me quedé prendado de ella. Casi instintivamente hice lo posible para verla en feliz coincidencia todos los días. Y de esa relación fue surgiendo una bella amistad que el tiempo se encargó de transformar en amor sincero. Mi madre lo ignoraba todo, pues yo jamás subía a casa. A las ocho siempre la esperaba en el portal y como un hábito, la acompañaba hasta el metro. Un día la invité a tomar una copa, en otra ocasión cenamos juntos... Y una noche de luna llena, me declaré: "¿Quieres casarte conmigo?", le dije en la boca del metro de Aluche, pues esa noche, decidido a todo, monté en el suburbano con ella. Me respondió afirmativamente, mirándome con ojos enternecidos, pero añadió: "De acuerdo, cariño, pero ¿qué haremos con tu madre? ¡Yo no la soporto...!"
Lo achacaba a la postura adoptada en su mesa de trabajo y a su vida sedentaria... El hecho es que siempre le dolía el cuello, la espalda y las cervicales. Esto último lo sabía hoy el doctor que le atendió fugazmente en la consulta de la Seguridad Social. La cosa, al parecer, no tenía remedio ni solución. Solamente podría encontrar alivio practicando la natación, relajándose, caminando al aire libre... y con los masajes. ¡Ah, los famosos masajes de los que siempre estaban hablando sus compañeros de oficina a todas horas, entre bromas y risas! Él nunca les prestó atención. Pero ahora su salud le preocupaba. Se interesó por los masajes, y un compañero, solícito y sonriente, le mostró un periódico con decenas de masajistas ofreciendo sus servicios. Jamás hubiera supuesto que existieran tantos afectados por la artrosis. De otra manera, se decía, no se justificaría tanta oferta de masajistas. Probó con uno de los teléfonos reseñados en la sección de anuncios y una solícita voz femenina le informó del horario: de cuatro de la tarde a dos de la madrugada. Le pareció una exageración el horario nocturno. Quiso saber el importe de antemano, pero la voz femenina le dijo: "Eso lo aclararemos aquí, cariño". Le molestó un poco la confianza que se tomaba aquella voz anónima, pero no le dio mayor importancia. Tomó nota de la dirección y al día siguiente se presentó. La enfermera que abrió la puerta de la consulta era muy atractiva. Él le explicó el motivo de la visita, el lugar exacto de las molestias y ella no pareció inmutarse. Le condujo a una salita, blanca, como un quirófano, con su mesa camilla donde le hizo tenderse, boca abajo, tras aconsejarle que se desnudara de cintura para arriba. Se quitó la chaqueta, la camisa y la camiseta, esta última prenda con cierto embarazo. La señorita le preguntó: "¿Servicio normal?". "Normal", respondió él. Y durante media hora aquella experta mujer hizo maravillas con los músculos de su cuello, con su espalda. No parecía fatigarse ni abrió la boca. Entregada por completo a su labor, concentrada en su labor, afanosa, hierática, profesional ciento por ciento. Al finalizar la sesión, el paciente se sintió tremendamente aliviado, relajado, satisfecho, feliz. Y la cantidad que la experta masajista le pidió tampoco le pareció ninguna exageración. Le prometió volver otro día. Ella le acompañó hasta la puerta amable y solícita. "Hasta cuando usted quiera", le dijo como despedida. Y cuando el paciente comenzó a descender las escaleras, la masajista tuvo un impulso irresistible y asomándose a la barandilla de la planta, acertó a decir al cliente que se iba contento y feliz: "Oiga, señor, perdone la curiosidad pero me gustaría saber una cosa: ¿es usted policía?". Respondió con un no rotundo con la mano, casi sin pararse en su descenso. En el portal, se detuvo a solas con sus pensamientos y se preguntó: ¿Los policías tendrían descuento? Pero no le pareció oportuno dar más vueltas a la cuestión.