Tumba de Paul Gauguin en Hiva-Oa (Islas Marquesas). (Foto Patxi Uritz).
Dos escuetas lápidas resumen, engañosamente, la vida de un genio atormentado llamado Paul Gauguin. Una se encuentra en París; la otra en el cementerio de Atuona, capital de la isla de Hiva Oa, una de las siete islas que integran el archipiélago de las Marquesas. En el número 56 de la rue de Notre Dame de Lorette, una casa típicamente parisina de finales del siglo XIX, una lápida dice: “Paul Gauguin, pintor, escultor, escritor. Muerto en Atuona (8-V-1903). Nacido en París (7-VI-1848)”. En el cementerio de Atuona la lápida solamente señala: “Paul Gauguin. 1903”.
Cuando el 19 de julio lo bautizaron en la iglesia que da nombre a la calle, nadie podía imaginarse que esa ceremonia católica y sus consecuencias le darían el derecho a ser enterrado en “tierra sagrada” en el cementerio de Atuona, con gran disgusto del obispo monseñor Martin, a juzgar por la lacónica nota que envió a sus superiores en Francia: “Y por aquí no hay nada más que reseñar que la muerte súbita de un triste personaje, llamado Paul Gauguin, artista de renombre, enemigo de Dios y de todo lo que sea honestidad”. Ahora la tumba del Obispo está muy cercana a la de Gauguin. Gauguin forjó un mito, sin que él se percatara de ello: la del hombre europeo que, harto de este mundo, busca otros horizontes remotos y lejanos, un paraíso quizás perdido. Abandona todo, trabajo, familia, mujer, hijos, amigos… para encontrarse a sí mismo y realizar su sueño dorado: pintar. Con el paso de los años los biógrafos han ido desmitificando el “mito Gauguin” para dejarlo en sus justos y normales límites.
Lo que nadie discute es su genialidad, incomprendida para la sociedad que le rodeaba y que tanto le hizo sufrir. Meses antes de su muerte, escribió: “Esta noche pasada soñé que estaba muerto y, cosa curiosa, era precisamente el momento en que me sentía feliz”. Está escrito en Atuona, donde se encuentra su tumba. Muy cerca reposan también los restos de otro artista francés, gran admirador suyo, el cantante Jacques Brel que, víctima de un cáncer, vivió en la isla mucho tiempo. Murió en París y pidió ser enterrado junto a Gauguin. Su deseo se cumplió.
Evocar a Paul Gauguin a través de sus escenarios requiere una gran voluntad viajera. Los amantes del arte de Gauguin, incluidos fetichistas y mitómanos, pueden completar un itinerario turístico maravilloso siguiendo sus huellas y localizando los escenarios de sus cuadros. En ese itinerario no pueden faltar París, La Bretaña y la Provenza. Pero, la gran atracción son Tahití y las Marquesas. Ciertamente la Polinesia que se nos muestra hoy día no es la misma que acogió a Gauguin, pero quedan los paisajes que reflejó y los descendientes de aquellos hombres y mujeres que se dejaron retratar, mejor diría, inmortalizar.
Contar en breves líneas la agitada vida de Gauguin resulta muy difícil, pero son muy recomendables la biografía de David Sweetman, así como la novela de Mario Vargas Llosa, El paraíso en la otra esquina. Seguramente que Gauguin heredó de sus padres la inquietud por moverse en la vida, ya que decidieron abandonar Francia por razones políticas cuando Paul tiene un año y trasladarse a Lima. Pero su padre no llegará a su destino pues muere en Puerto del Hambre, en Punta Arenas, en tierras chilenas. La mujer con los dos niños llega a Lima, ahora viuda, y cinco años más tarde consigue volver a Francia, a Orleans, primeramente, donde Paul estudia, y a París, después. Paul quiere ser marino, pero no puede ingresar en la Escuela Náutica porque sobrepasa la edad. Quiere conocer mundo y en 1865 parte hacia Río de Janeiro. Luego volverá a Perú -el país que le vio crecer-, Chile, navegará por todo el Mediterráneo y llegará al Círculo Polar. En 1872 piensa que ha llegado el momento de sentar cabeza y consigue una modesta colocación en una agencia de Cambio y Bolsa. Al año siguiente conoce a la danesa Mette Gad y se casan por lo civil el 22 de noviembre. Posteriormente lo harían en la iglesia parisina luterana de la rue Chauchat. Resulta muy curiosa y recomendable una visita a esta iglesia que se conserva estupendamente.
En sus ratos libres, pinta. Ya tenemos el retrato típico del “pequeño burgués”, convertido en pintor dominguero sin mayores ambiciones, que tras ser padre de dos hijos -Émile y Aline, su adorada hija- consigue exponer por vez primera en su vida, sin éxito alguno, en 1876.
De izquierda a derecha:Tiki rojo en Hiva-Oa y Bahia de las Virgenes. Hanavave. Fatu Hiva. (Fotos de Patxi Uritz).
En 1879 cambia de empleo y se pone a trabajar en una Compañía de Seguros. Le nace el tercer hijo, Clovis Henri. Aquí es cuando hay que romper y aclarar el mito “melodramático” del hombre que abandona su “brillante” trabajo como agente de bolsa -ahora le llamarían broker- y decide dedicarse de lleno a la pintura, con todos los riesgos consecuentes. En primer lugar, jamás llegó a ser agente de bolsa, tampoco se quedó en la calle por el crack que sufrió la Bolsa, ni se marchó. La realidad fue más prosaica: le despidieron de la Casa de Seguros donde llevaba tres años trabajando.
En el paro, Paul trata de olvidar sus penas y miserias con los amigos pintores. Conoce a gente interesante, tan muertos de hambre como él, charla, discute, se apasiona, intuye que tiene que renovarse y que hay que renovar la pintura. Su mujer no soporta la situación y decide irse con sus hijos a su país, a Copenhague. Con los suyos, en su patria, podrán comer todos los días. Paul, abandonado por la familia -¡cómo se escribe a veces la Historia!- decide dedicarse por completo a su pasión y en 1886 toma una de las decisiones más importantes de su vida: irse a una perdida localidad bretona, llamada Pont-Aven, para poder pintar tranquilamente, llevar a la práctica sus revolucionarias ideas sobre el Arte… y pagar lo menos posible en la pensión donde se hospeda, con una patrona que ignora que se hará muy famosa por albergar a tanto pintor hambriento.
Los senderos junto al río y el canal, se conservan en algunos puntos tal como los reflejara el pintor. Cuatro veces estuvo en tierras bretonas Gauguin. En Pont-Aven se conservan y se exhiben el Cristo Verde y el Cristo Amarillo, y ese paisaje junto al río que le serviría a Serusier, otro gran pintor alumno suyo, para poner en práctica los consejos de su maestro: “Si ves verde, pinta verde; si ves azul, pinta azul…”. El paisaje sigue intacto y la emoción que se puede experimentar, inenarrable. Y luego está la iglesia de Trémalo, cercana al pueblo, a la que todo el mundo acude en peregrinaje para ver al Cristo que le sirvió de modelo para la versión “jaune”, con ese mar azul de fondo que encontró en Le Pouldu, otro pueblo costero muy cercano, que hay que visitar sin ningún tipo de excusas.
Y en otra iglesia cercana, la de Nizon, en el “Calvario” encontraremos el modelo de su Cristo Verde. Al párroco de esta iglesia le dio casi un síncope cuando Gauguin le mostró el cuadro que pretendía venderle para su iglesia, su famosa Visión después del sermón. Se quedó aterrorizado y escandalizado por aquel rojo de la pradera contrastando con el blanco de la cofia de las mujeres bretonas, ésas que no encontraremos en toda la Bretaña a no ser que coincidamos con alguna manifestación folclórica.
En noviembre regresa a París y conocerá a un artista fundamental en su vida y carrera: Vincent Van Gogh, otro genio desesperado, que le invita a conocer el pueblo donde se ha instalado, Arles, en la Provenza. Gauguin, lo hará tras una segunda estancia en Pont-Aven. Pero antes, en 1887, vive otra aventura allende los mares. Empeñado en conocer tierras vírgenes e indígenas salvajes, en “toda su pureza” -su manía, su obsesión-, se acerca primeramente a Panamá, donde vive su hermana, casada, y trabaja para la Compañía que construye el Canal. Quiere conseguir algún dinero para encontrar la “isla de sus sueños”. Cree haberla hallado en la isla de la Martinica, llamada Taboga, pero los indígenas le explotan tanto a él como a su amigo y fiel admirador, Laval. Y, además, contrae la malaria y el paludismo. A duras penas y con gran esfuerzo, consigue pintar una docena de cuadros. Regresa a París y no consigue vender ni uno.
En octubre de 1888, Gauguin llega a Arles. Van Gogh le prepara una habitación en la famosa “Mansion Jaune”, adornada con un cuadrito: Los girasoles. Por desgracia, esta casa desapareció junto con todo el barrio que la acogía durante los bombardeos aliados en la Segunda Guerra Mundial. Por vez primera oirá de boca de su amigo Van Gogh, que le ha invitado a su modesta y humilde casa, el relato que le ha de llegar al alma. Se trata de una novela de Pierre Loti, ambientada en Tahití y titulada El matrimonio de Loti. Se supone que, tras calentarle la cabeza a Gauguin en torno a los Mares del Sur, descritos con exuberancia y cierto almibaramiento, tuvieron la famosa discusión que provocaría que Van Gogh se cortase una oreja y se la regalara a Raquel, una prostituta a la que amaba con pasión. Sucedió el 23 de diciembre. Y lo que ocurrió sólo lo sabemos a través de las declaraciones de Gauguin a la policía. Todo ello se narra en el film El hombre del pelo rojo, en el que Kirk Douglas da vida a Van Gogh y Antony Quinn a Gauguin.
Gauguin no se portó bien con Van Gogh - ¡y pensar que Van Gogh ante la llegada de su amigo y para decorar su habitación pintó ex-profeso su famoso cuadro de los girasoles!-, lo dejó abandonado a su suerte y a su locura y regresó a París al día siguiente de su mutilación. Algún historiador llegó a escribir recientemente que fue el propio Gauguin quien le cortó la oreja. Durante los cuatro meses que duró la estancia de Gauguin en la Provenza pintó 17 telas, y quizás la más conocida sea la titulada Los alyscamps, un parque bellísimo al que ambos acudían a pintar y que hoy día se puede contemplar.
El mismo año de la muerte de Van Gogh, Gauguin conoce a una costurera, Juliette Huet, que termina siendo su modelo y amante. Al año siguiente va a Copenhague para visitar a su familia y a despedirse porque ha decidido marchar a la Polinesia.
El día 1 de abril de 1891 Gauguin embarca en Marsella y el 9 de junio llega a Papeete, la capital de Tahití. Los indígenas pronto le apodan “Taata Vahine” que significa “hombre-mujer” porque nunca habían visto a un blanco con cabellos tan largos. Pronto se enterará de que en París la costurera ha tenido un hijo suyo. Pero Paul ya tiene otros quehaceres, otras fatigas, otros amores. Ha conocido a Titi, una anglo-tahitiana que pronto le abandona. Se instala en Mataiea y toma como compañera a la bella “Teha'amana” y sus trece años. En Mataiea, Gauguin pintó en 1892 el célebre cuadro que figura en el Museo Thyssen-Bornemisza, titulado Matamua y que aparece numerosas veces escrito erróneamente con dos palabras: Mata Mua. En castellano significaría “otra vez” y no “erase una vez”.
En Mataiea, vivió desde 1891 a 1893, en su primera estancia en la isla, pero no queda vestigio alguno. El escritor británico Somerset Maugham, en una visita que llevó a cabo a la isla en 1916, buscando inspiración para su novela La luna y seis peniques, que más tarde sería llevada a la gran pantalla con el título de Soberbia (una versión libre de la vida de Gauguin), se encontró casualmente con una pintura realizada por Gauguin sobre una puerta con vidriera. Se la compró a un indígena por unos escasos dólares. Se lo llevó a su chalet en la Costa Azul, en Cap-Ferrat. Años más tarde, lo vendió a un millonario norteamericano por 17.000 dólares.
Atardecer en el lagoon de la isla de Bora Bora .
Gauguin pinta, se desespera porque no tiene un franco y su salud no marcha bien. Tiene frecuentes vómitos de sangre y es internado en el hospital de Papeete. Éstas serán siempre sus constantes: miseria económica, falta de amor y de salud… En 1893 regresa a Francia. Cuando llega a Marsella sólo tiene cuatro francos. De nuevo en París, trata de vender sus cuadros, de sobrevivir. Es un incomprendido pero cree en lo que pinta. Un nuevo amor escandaliza a todo el mundo: Annah “la javanesa”, una muchacha de trece años, de la Malasia, a la que inmortalizará en el cuadro que lleva su nombre, con un monito a sus pies. Juliette se entera y la bronca entre las dos mujeres es terrible. Paul decide irse a Pont Aven con Annah y su mono. Ambos se hartan y dejan al pintor. Éste y sus amigos sostienen una terrible riña con unos marineros. Le rompen la pierna, está inmóvil y toma morfina. A partir de este momento y tras haber percibido una indemnización, decide volver a Tahití para no regresar jamás…
El 9 de septiembre llega a Papeete. Se instala en una localidad cercana a la capital, Punaauia, en un fare, la casa típica de los tahitianos, hecha con cañas y hojas de palmera. La única fotografía que se conserva de las residencias de Gauguin es la de esta casa, obtenida por Jules Agostini en 1897. En la actualidad, Punaauia es una zona residencial. Desde la playa y sus alturas se divisa la isla de Moorea con sus puestas de sol. Es un espectáculo increíble y maravilloso. El mismo espectáculo que Gauguin contemplaba todos los días. Aquí viviría desde 1895 hasta 1901. El pueblo está muy cerca de Papeete, ya que necesita tener un hospital no demasiado lejos. Soporta un terrible eccema que asusta a Tehaamana, quien le abandona. Tiene sífilis. Los indígenas, al verle en tan lastimoso estado, creen que tiene lepra. Escribe a sus amigos confesando que está al borde del suicidio. Ingresa de nuevo en el hospital. En el registro queda anotado como “indigente”. Transcurre el año 1897, no tiene un franco y de Francia no le ha llegado ningún giro, pero sí una amarga noticia: su hija Aline ha muerto en Copenhague por culpa de una pulmonía. Gauguin escribe una terrible carta a su mujer, que rompe con él. En enero de 1898, tras haber pintado su célebre cuadro de las tres preguntas: ¿De dónde venimos?, ¿qué somos?, ¿a dónde vamos?, se adentra en el bosque y trata de suicidarse ingiriendo arsénico, pero no lo consigue porque lo vomita todo. Meses después Paura le deja. Paul escribe: “He perdido todas las razones morales para vivir”. En 1899 se reconcilia con Paura, que está embarazada de cinco meses. Nace Emilio, el segundo, el tahitiano, que algunos tratarán, sin éxito, de que pinte como su padre.
De todos modos, en Panaauia es donde pintó sus cuadros más valorados, como Te arii vahine, Nave nave Mahana, No te aha ce riri, y también un magnífico autorretrato, Prés du Golgota.
En 1900 se inaugura en París la gran Exposición Universal, pero los cuadros que ha enviado no llegan a tiempo para su exhibición. Ese mismo año muere su hijo Clovis, con 21 años. Se queja amargamente porque no tiene dinero para comprar material.
Gauguin decide abandonar Tahití. Le habían hablado de las islas Marquesas y allá se fue, el 10 de septiembre de 1901.
Gauguin llegó a Hiva Oa en el viejo barco La Cruz del Sur, que hacía el servicio regular entre Papeete y las Marquesas. En Atuona, el pueblo que elige para vivir, construye la “Maison du Jouir”, que en una traducción caritativa al castellano podría ser “La Casa del Gozar” y que provoca un gran escándalo entre la gendarmería y los misioneros. Él creía que encontraría, lejos del mundanal ruido, la paz, la felicidad y la tranquilidad. Nada más lejos de la realidad… Todavía nadie se había percatado de su condición, aunque en su libro autobiográfico, Escritos de un salvaje llegará a confesar, en un momento de rabia y desesperación: “Puesto que mis cuadros son invendibles, que se queden sin vender para siempre. Llegará un momento en que creerán que soy un mito…”.
La isla de Hiva Oa constituiría para Gauguin la última batalla contra “los enemigos”, representados por las fuerzas vivas que mandaban en la isla. Tendrá que sobrevivir a un ciclón, que estalla y arrasa la isla entre el 7 y el 13 de enero de 1903. Afortunadamente el ciclón respeta la “Maison du Jouir”. Pero ese ciclón era un presagio… de muerte. El 8 de mayo de ese mismo año muere, a las once de la mañana, sin saber sus biógrafos la causa de la misma. Quizás una fuerte dosis de morfina o de láudano; posiblemente una crisis cardíaca. Tenía 55 años y muchos proyectos, entre ellos, visitar España, pues en cierto modo se sentía español, pues creía ser descendiente de un soldado de los Tercios de Flandes. Afirmaba que se sentía un Don Quijote.
Un siglo más tarde, el 8 de mayo de 2003, Atuona vivió un gran día. Con la presencia de más de 800 invitados llegados desde Papeete en aviones y sendos barcos, el Paul Gauguin y el Ara Nui III, se rindió un gran homenaje al genial pintor en el centenario de su muerte. Se inauguró, en el lugar donde se erigía su famosa casa, el denominado “Espacio Gauguin”, un complejo que incluye una sala de exposiciones con reproducciones de sus obras y una nueva reconstrucción de la “Maison du Jouir”, con un pozo adjunto que se supone era del pintor. Esa suposición -me lo contaron en el lugar de los hechos- se basó en que en dicho pozo hallaron, profundizando, unos restos de botellas de absenta de marca francesa. Nadie más que Gauguin podría haber sido el consumidor. Pero hay otras realidades que recuerdan a Paul, como “la bahía de los traidores”, la impresionante montaña Temetiu, que Gauguin amaba con pasión, y a la que resulta difícil ver el picacho pues siempre tiene una aureola de nubes, y la playa en la que siguen correteando los indígenas con sus caballos más o menos salvajes. Lo hacen para los turistas que frenéticamente toman imágenes para el recuerdo. En mi caso, yo me quedé con el recuerdo de un hombre de cabello blanco que, en medio de un grupo de fieles, seguía a una gran cruz. Era Viernes Santo, llovía y me encontraba en Puamau, el pueblo donde están los mayores tikis (dioses) del Pacífico. Jamás pudo verlos Gauguin porque sus piernas gangrenosas y con pústulas le impidieron llegar a esta recóndita localidad situada en el otro extremo de Hiva Oa. Ahora con los 4x4 resulta muy fácil. Le vi de perfil y era idéntico a Paul Gauguin. Era su nieto.