Viajes para mitómanos 

 Normandía: Día D, Hora H 

 

Playa de Arromanches (Normandía). (Foto Martínez Parra).

 

Todo comenzó en la madrugada del día 4 de junio de 1944. El parte meteorológico era desalentador. Pronosticaba nubes bajas, fuertes vientos y mar gruesa. El Alto Mando Aliado estaba dividido entre los generales Montgomery –jefe del mando británico-, y el estadounidense Eisenhower. El primero opinaba que había que ir adelante con la operación “Overlord” o apertura del segundo frente de guerra contra las tropas alemanas en la zona de Normandía. Por su parte, Eisenhower, bajo cuyo mando se encontraba la operación militar, decidió demorar el ataque. Acertó. Dos días después, las previsiones meteorológicas anunciaron, para la mañana del día 6, un periodo de relativa calma que duraría unas 36 horas. Eisenhower ya no dudó… y dio la orden.

En Francia, las radios de la Resistencia y las del servicio alemán de control captaron el esperado segundo verso del poeta francés Verlaine. Semanas antes, de un poema de éste se había difundido el primer verso: “los largos gemidos de los violines en otoño me gustan…”. Y ahora resonaba el segundo: “y hieren mi corazón con monótona languidez”. ¡La hora de la invasión de Normandía había sonado! El Alto Mando alemán se alertó y los miembros de la Resistencia francesa empezaron a actuar saboteando las vías de comunicación, cortando los cables telegráficos…

Desde los puertos británicos cinco mil barcos de todo tipo, llenos de soldados que ya llevaban embarcados desde unos días antes –mareados, cansados y nerviosos- se hicieron a la mar el “día D” a la “hora H”, es decir, el 6 de junio de 1944, a las 6.30 de la madrugada, hora inglesa. De los aeropuertos comenzaron a salir los aviones con su cargamento humano. En total, 1.662 aviones y 512 planeadores con 15.500 paracaidistas norteamericanos, por un lado, y otros 733 aviones y 355 planeadores con 7.990 paracaidistas británicos, por otro.

 

Restos del puerto artificial de Arromanches. (Foto Martínez Parra)..


Jamás se había producido en la Historia un despliegue naval de semejante envergadura. Jamás el mundo había contemplado tal concentración de unidades. En un punto determinado del Canal de la Mancha, que los ingleses pronto bautizaron como “Picadilly Circus”, cada flota tomó rumbo a cada una de las cinco playas de desembarco localizadas en la costa de Normandía: “Sword”, “Juno” y “Gold”, al Este, en la zona británica; “Omaha” y “Utah”, al Oeste, en la zona americana. En estas dos últimas desembarcaron 57.500 soldados estadounidenses; en las tres inglesas, 75.215 soldados anglocanadienses. Ese día, “el día más largo”, murieron 10.000 soldados, de los cuales 6.000 fueron estadounidenses. Esa denominación está tomada de una carta que el general Rommel envió a su ayudante dos meses antes y que decía: “Créame, Lag, las primeras 24 horas de la invasión serán decisivas… De su resultado depende el destino de Alemania… Tanto para los aliados como para Alemania será el día más largo”.

 

 

A la derecha, la famosa Saint-Mère Église, en cuyo campanario quedó colgado durante trece horas el paracaidista John Steel. (Foto Martínez Parra).

 


Cuando llega el otoño a las playas de Normandía, le acompañan el silencio y cierta sensación de desolación. Me apasiona este paisaje, esta soledad. Atrás han quedado en estas playas, bautizadas desde entonces “del Desembarco”, el griterío infantil de los veraneantes, y especialmente los himnos patrióticos, los mítines, los discursos, las celebraciones, las lágrimas, los encuentros y los abrazos de los veteranos que sobreviven a los estragos de la vida cotidiana y al tiempo que transcurre implacable y cruel cuando se rememora este Desembarco aliado cada diez años. Cada año acuden menos, bien porque han muerto o bien porque están imposibilitados física o mentalmente. Cuando se cumplió el cincuentenario, en 1994, cientos de paracaidistas veteranos repitieron el salto. Uno de ellos falleció. Al final, la Muerte le esperaba pacientemente en el lugar fatídico.

Me atrae Normandía y sobre todo me apasionan sus playas, pero siempre fuera de la temporada turística. El turismo masificado lo convierte todo en un horror.

Quienes gozamos de estos defectos y desvaríos de ser mitómano y fetichista, siempre corremos el peligro de llevarnos una gran desilusión, pues revivir in situ acontecimientos que años atrás impactaron en nuestra mentes, en nuestra imaginación, a través de lecturas, visionado de noticiarios, documentales y películas, acarrea casi siempre grandes decepciones. No ha sido mi caso con Normandía.

Normandía es tierra de playas y prados verdes, de cañones y mantequilla, de vacas y caballos, de sidra y quesos, de “calvados”, ese orujo que penetra en las venas y nos hace amar la vida, trabar amistades y olvidar la realidad, como les sucedía a Jean Gabin y Jean-Paul Belmondo en el film de Henri Verneuil Un mono en invierno, cuya acción se sitúa en el imaginario “Tigreville” y donde se supone que desembarcaron los aliados, según la trama. Aquí descubren el mar los parisinos y aquel muchacho de François Truffaut, Jean Pierre Leaud, el protagonista de Los 400 golpes en la inolvidable secuencia final.

Quizás, el itinerario más espectacular sea el que abarca desde la preciosa localidad de Honfleur hasta la recóndita Barfleur, un pueblo pesquero que hizo sonar la sirena durante tres minutos en medio de un silencio sobrecogedor el 11 de marzo de 2003 por los muertos de Madrid.

Sería erróneo caer en la cursilería de definir este recorrido “de flor en flor” y también inexacto. Porque esa “fleur” que se incluye en la denominación de las localidades citadas es de raíz vikinga. Su auténtico significado sería “ir de fiordo en fiordo” más o menos. No olvidemos que fueron los “hombres del Norte”, es decir los vikingos, los que invadieron estas tierras. Sus habitantes con el paso del tiempo se denominaron “normandos”.

Desde París, Honfleur está muy cerca y resulta cómodo llegar. Es un pueblecito que caía a trasmano, pero con la construcción del espectacular Puente de Normandía, que cruza el gran estuario de El Havre, es ahora lugar de paso.

 

 

En los acantilados de Point-du-Hoc murieron cientos de "rangers" estadounidenses. (Foto Martínez Parra).

 

Dicen en París las malas lenguas que cuando un director de cine tiene que rodar una escena romántica y no dispone de mucho dinero, recurre siempre a Honfleur. Y es que en este pueblo encantador está el Vieux Bassin (la antigua dársena), como un decorado siempre dispuesto para un rodaje de película de enamorados. En este pueblo, excepto en verano, los días suelen ser grises y plomizos, pero con el estío explota la luz y se convierte en un cuadro impresionista. Lo saben muy bien los pintores, y sobre todo lo supo Eugène Boudin y su buen amigo Monet, que nacieron aquí. Todos en sus cuadros han reflejado el bassin que el gran Colbert, quizás el mejor ministro de Finanzas que Francia haya tenido, mandó construir en el siglo XVII. Con los años la dársena se quedó pequeña y al otro lado del estuario se construyó el gran puerto de Le Havre, así Honfleur quedaba tal cual para los artistas y los turistas. De esta manera, recoleto, ha quedado inmutable con su puerto, sus edificios medievales y esas estrechas callejuelas tan bien cuidadas. Y el visitante curioso puede muy bien subir, casi resulta obligado, a la preciosa colina que se yergue sobre el pueblo. En la cima, una preciosa iglesia del siglo XVII, la capilla de Nuestra Señora de Gracia, lugar de peregrinación marinera. Desde aquí arriba, el panorama sobre el mar y el estuario del Sena, con Le Havre al fondo, y a la derecha el puente de Normandía, resulta espectacular. Sobre todo al atardecer. Y en esos atardeceres los pintores tratan de detener el tiempo para captar la luminosidad de ese mar que, cuando se revuelve y agita, asusta.

Desde Honfleur, siempre por la costa, la carretera discurre por unos prados salpicados de las habituales vacas normandas, y pronto aparece Trouville, famosa por sus carreras de caballos y por su casino, al igual que su vecina Deauville, quizás más conocida todavía. En verano, la sociedad parisina ocupa sus playas, pero quizás sean más atractivas en invierno, cuando la niebla se apodera de las mismas y, a la orilla del mar, se entrevén los caballos corriendo al trote, en sus diarios ejercicios para las carreras de temporada.

Desde Deauville se puede alcanzar Caen rápidamente por la autopista, pero lo aconsejable es seguir bordeando la costa, porque de esta manera conoceremos Blonville-sur-Mer, Villers-sur-Mer y sobre todo Cabourg. Dicen los ancianos de este pueblo que tuvieron mala suerte con el turismo, pues aquí no hubo ningún desembarco aliado y, por lo tanto, no hay ni museos, ni recuerdos, ni cementerios. Pero quizás olvidan que el pueblo fue inmortalizado para la literatura cuando el gran Marcel Proust lo denominó “Balbec” en su novela A la sombra de las muchachas en flor, escrita en el Grand Hotel de Cabourg, que se conserva igual que cuando el gran escritor francés pasaba sus vacaciones junto con su abuela. Este hotel sigue siendo una maravilla y están acostumbrados a la visita de los “proustianos”, que al menor descuido se llevan uno de los ceniceros, ya que en los mismos figura la palabra “Balbec”. Este Hotel da obviamente a la playa y tiene un paseo inmortalizado por Monet en uno de sus cuadros. Pero ya no pasean “muchachas en flor…”

A partir de Cabourg, la carretera se sumerge en el interior y pronto se divisa Caen, la ciudad que desapareció del mapa tras los bombardeos aliados preliminares al desembarco y el asedio posterior de dos meses. La ciudad se incendió y casi desapareció. Es fácil percatarse de ello, porque casi todo es de “nueva construcción”. Por fortuna, Caen mantuvo intactas tres maravillas: la iglesia de Saint Etiénne y su abadía aux hommes, fundada en 1066 por Guillermo el Conquistador; la iglesia de la Trinidad, fundada por su esposa Mathilde cuatro años antes; y el impresionante castillo, que por la noche está espectacularmente iluminado y que también fue mandado erigir por el mítico Guillermo. Por algo le llaman a Caen la “ciudad de Guillermo el Conquistador”. Desde la cima de las murallas del castillo se puede admirar esta nueva Caen industrial y rica, y también puerto de mar, gracias al canal lateral del río Orne. Desde aquí parte la ruta de las playas del Desembarco, pero antes para quienes deseen hacerlo, resulta fundamental la visita del “Memorial de Caen”, un gran museo inaugurado por Mitterrand el 6 de junio de 1988. Es algo más que un recuerdo del Desembarco, ya que está consagrado a la historia del siglo XX a través de tres espacios: la II Guerra Mundial, la Guerra Fría y el Mundo por la Paz. Gracias a las modernas técnicas audiovisuales, la visita resulta didáctica y emotiva.

A partir de Caen, Normandía –es decir, Calvados y la Mancha- se convierte en un inmenso recordatorio de aquel “día más largo”. Monumentos, cementerios, museos… De todo ello está repleta la “Costa de Nácar” y la posterior zona del litoral que llega hasta “Utah Beach”. Es un itinerario recomendable por si solo. Muchas, muchísimas son las películas que tienen como referencia el desembarco aliado de Normandía, pero hay dos que destacan poderosamente: El día más largo y Salvad al soldado Ryan. Me viene a la memoria también el film 6 de Junio Día D, de Henry Koste, con Robert Taylor y Richard Todd, una de tantas secuelas de El día más largo. Curioso es el film que dirigiera Leon Klimosvsky en una coproducción hispano-italiana titulada Junio 44: ¡¡Desembarcaremos en Normandía!! y que del desembarco como tal ofrece solamente en sobreimpresión un fotomontaje. El resto cualquier playa española. Y como inevitable secuela cómica, una parodia titulada El día más corto, dirigida por Sergio Corbucci en 1963 y protagonizada por la pareja cómica italiana Franco Franchi y Ciccio Ingrassia.

El “Desembarco de Normandía” subyace en películas tan espléndidas como Lacombe Lucien, de Louis Malle, en torno a la “resistencia” francesa. De este tema son innumerables los filmes rodados en Francia. Lo mismo sucedería con los prolegómenos al “desembarco” en suelo británico. Recuerdo Yanquis, dirigida por John Schlesinger, y que refleja la vida de millones de soldados estadounidenses que esperaron el “Día D” en pueblos del norte de Inglaterra. No es de extrañar que un periodista británico señalara con humor e ironía que si seguían llegando más soldados, la Isla terminaría por hundirse…

Al recorrer ahora las playas del “Desembarco”, no puedo por menos que lamentar el paso del tiempo, por una razón muy simple: el escenario está cambiado, transformado, rehabilitado, adecentado, limpiado, adornado. Hace treinta años, todavía se mascaba el drama allí vivido y recuerdo que había un rótulo en los acantilados que recordaba el peligro de minas soterradas. Al parecer más de un granjero normando voló por los aires con su arado y las vacas. Actualmente, la Normandía del Desembarco es un inmenso parque temático y un inmenso museo al aire libre y en interiores. Hace medio siglo tenía la sensación de ir descubriendo personalmente los lugares que antes había visto reflejados en imágenes. Hoy todo está indicado, planificado, controlado. Los tres departamentos normandos de Calvados, de la Manche y del Orne, han creado el denominado “Espacio histórico de la batalla de Normandía” con los lugares que fueron escenario de una de las operaciones militares más impresionantes de la Historia. Se calcula que cada año este “Espacio Histórico” acoge a más de cuatro millones de visitantes provenientes del mundo entero, que se apuntan a uno o varios de los ocho recorridos temáticos que ofrecen una señalización específica, plasmada en un símbolo visual que representa la libertad.

Resulta curioso observar que desde “Pegasus Bridge” hasta Saint-Mère Église, las playas del Desembarco han conservado su nombre y su código: “Sword”, “Juno”, “Gold”, “Omaha Beach” y “Utah Beach”. Todo un homenaje y por qué no decirlo, un gancho turístico.

 

 

Puente flotante colocado en Arromanches tras el desembarco aliado. (Foto archivo).

 

El cinéfilo que se anime a visitar este escenario e inmenso plató, tiene que saber –seguramente lo sabrá- que la fabulosa secuencia de arranque del film Salvad al soldado Ryan está rodada en playas irlandesas y no en Normandía. La secuencia se acerca a la cruenta realidad y nos hace meternos de lleno en el drama. Luego el film se pierde por vericuetos de aventuras casi infantiles, en decorados de cartón-piedra, que recuerdan a los Games Workshop.

La historia que cuenta el film de Steven Spielberg es inventada, pero tiene su trasfondo en otra real que sucedió en la Primera Guerra Mundial, cuando cinco hermanos estadounidenses, los hermanos Sullivan, murieron al mismo tiempo, dejando huérfanos al matrimonio que los engendró. Una verdadera tragedia, que el gobierno de los Estados Unidos se propuso que jamás volviera a suceder. El film Eran cinco hermanos recogió este terrible episodio. Mucho más honesto, aunque con el paso del tiempo resulte más soporífero, es el film El día más largo, producido en el año 1962, por “el hombre del puro habano” Darryl F. Zanuck, que falleció en 1979. Aunque fueron seis los directores que intervinieron en su realización, El día más largo es “la película de Zanuck”. Este tuvo la habilidad de basar la película en un trabajado y honesto libro de Cornelius Ryan titulado de la misma manera, y que también se hizo cargo del guión. Pero contó con la ayuda de cuatro excelentes escritores: James Jones, autor de la novela De aquí a la eternidad, entre otros éxitos; el francés Roman Gary, David Pursall y Jack Seddon, aparte de un numeroso grupo de militares y expertos de varias nacionalidades. El film pretendía ser objetivo y mantener un cierto tono o estilo de “documental” y en parte lo logró. Pero tanto el film de Spielberg como el de Zanuck, han tenido que luchar siempre con el legado documentalista que los reporteros gráficos y las cámaras nos han dejado para el archivo de la Historia. Conocemos hasta la saciedad documentales y fotos obtenidas in situ por hombres que se jugaron la vida. Cuando surge la “recreación”, la comparación resulta odiosa. Y es que cuando vemos una figura humana caer a lo lejos, en una playa, víctima de una bala, sabemos que está muriendo “realmente”. Y cuando observamos los rostros crispados, la desolación de los supervivientes, los cadáveres amontonados en una zanja, la tensión del combatiente presto para saltar la trinchera, nos emocionamos, asociándonos al momento vivido. Pero en el film todo es ficción a pesar de que resulte difícil olvidarlo cuando asistimos a la proyección en la pantalla, ya sea grande o sea pequeña. Normandía está demasiado cerca en el acontecer de nuestra existencia. Y ahí están los miles de protagonistas, que también fueron “figurantes” sin trampa ni cartón.

De todos modos, del film de Zanuck jamás olvidaré el cartel promocional, el ruido de las “ranitas”, posteriormente utilizado en tantas convenciones empresariales aunque muchos ejecutivos ignoren lo que significó un toque o dos toques emitidos en plena oscuridad en los campos anegados de Normandía. Para algunos significó la vida; para otros, la muerte. Y luego la banda musical, con la marcha militar silbada y el tema cantado por Paul Anka, que ningún cinéfilo olvida.

Volviendo a la realidad, es decir, a la Normandía de hoy, bien les animo a recorrerla con pasión fetichista y mitómana. No les defraudará. Caen es el centro de la “operación-nostalgia”. Muy cerca en la costa, nos aguarda el “Grand Bunker” de Ouistreham, fabricado en hormigón armado y que es único en su género. Con sus 17 metros de altura dominaba gran parte de la costa. El 6 de junio no pudieron con él los comandos anglo-canadienses. Por fin, tres días más tarde, sus dos oficiales y los cincuenta soldados que se encontraban en su interior se rindieron. Otro famoso episodio recogido en El día más largo, es la toma del puente que hoy se conoce como “Pegasus Bridge”. Se conserva intacto y en el 60º aniversario, los soldados supervivientes, algunos en silla de ruedas y con muletas, volvieron a recorrerlo emocionados y llorosos recordando a los que dejaron allí sus vidas.

 

El cinéfilo que se anime a visitar este escenario e inmenso plató, tiene que saber –seguramente lo sabrá- que la fabulosa secuencia de arranque del film Salvad al soldado Ryan está rodada en playas irlandesas y no en Normandía. La secuencia se acerca a la cruenta realidad y nos hace meternos de lleno en el drama. Luego el film se pierde por vericuetos de aventuras casi infantiles, en decorados de cartón-piedra, que recuerdan a los Games Workshop.

La historia que cuenta el film de Steven Spielberg es inventada, pero tiene su trasfondo en otra real que sucedió en la Primera Guerra Mundial, cuando cinco hermanos estadounidenses, los hermanos Sullivan, murieron al mismo tiempo, dejando huérfanos al matrimonio que los engendró. Una verdadera tragedia, que el gobierno de los Estados Unidos se propuso que jamás volviera a suceder. El film Eran cinco hermanos recogió este terrible episodio. Mucho más honesto, aunque con el paso del tiempo resulte más soporífero, es el film El día más largo, producido en el año 1962, por “el hombre del puro habano” Darryl F. Zanuck, que falleció en 1979. Aunque fueron seis los directores que intervinieron en su realización, El día más largo es “la película de Zanuck”. Este tuvo la habilidad de basar la película en un trabajado y honesto libro de Cornelius Ryan titulado de la misma manera, y que también se hizo cargo del guión. Pero contó con la ayuda de cuatro excelentes escritores: James Jones, autor de la novela De aquí a la eternidad, entre otros éxitos; el francés Roman Gary, David Pursall y Jack Seddon, aparte de un numeroso grupo de militares y expertos de varias nacionalidades. El film pretendía ser objetivo y mantener un cierto tono o estilo de “documental” y en parte lo logró. Pero tanto el film de Spielberg como el de Zanuck, han tenido que luchar siempre con el legado documentalista que los reporteros gráficos y las cámaras nos han dejado para el archivo de la Historia. Conocemos hasta la saciedad documentales y fotos obtenidas in situ por hombres que se jugaron la vida. Cuando surge la “recreación”, la comparación resulta odiosa. Y es que cuando vemos una figura humana caer a lo lejos, en una playa, víctima de una bala, sabemos que está muriendo “realmente”. Y cuando observamos los rostros crispados, la desolación de los supervivientes, los cadáveres amontonados en una zanja, la tensión del combatiente presto para saltar la trinchera, nos emocionamos, asociándonos al momento vivido. Pero en el film todo es ficción a pesar de que resulte difícil olvidarlo cuando asistimos a la proyección en la pantalla, ya sea grande o sea pequeña. Normandía está demasiado cerca en el acontecer de nuestra existencia. Y ahí están los miles de protagonistas, que también fueron “figurantes” sin trampa ni cartón.

De todos modos, del film de Zanuck jamás olvidaré el cartel promocional, el ruido de las “ranitas”, posteriormente utilizado en tantas convenciones empresariales aunque muchos ejecutivos ignoren lo que significó un toque o dos toques emitidos en plena oscuridad en los campos anegados de Normandía. Para algunos significó la vida; para otros, la muerte. Y luego la banda musical, con la marcha militar silbada y el tema cantado por Paul Anka, que ningún cinéfilo olvida.

Volviendo a la realidad, es decir, a la Normandía de hoy, bien les animo a recorrerla con pasión fetichista y mitómana. No les defraudará. Caen es el centro de la “operación-nostalgia”. Muy cerca en la costa, nos aguarda el “Grand Bunker” de Ouistreham, fabricado en hormigón armado y que es único en su género. Con sus 17 metros de altura dominaba gran parte de la costa. El 6 de junio no pudieron con él los comandos anglo-canadienses. Por fin, tres días más tarde, sus dos oficiales y los cincuenta soldados que se encontraban en su interior se rindieron. Otro famoso episodio recogido en El día más largo, es la toma del puente que hoy se conoce como “Pegasus Bridge”. Se conserva intacto y en el 60º aniversario, los soldados supervivientes, algunos en silla de ruedas y con muletas, volvieron a recorrerlo emocionados y llorosos recordando a los que dejaron allí sus vidas.

 

 

El "Grand Bunker" de Ouistreham. Con diecisiete metros de altura dominaba gran parte de la costa. (Foto Martínez Parra).

 

Tras el éxito inicial, los aliados sabían que era necesario mantener cabezas de playa a toda costa para recibir el material. Y aquí se reveló particularmente eficaz el puerto artificial de Arromanches. El 12 de junio, seis días después del desembarco, el Puerto Winston- así llamado en honor del político inglés Winston Churchill- ya estaba funcionando. Por el mismo pasaron cientos de miles de hombres, vehículos de todo tipo, avituallamientos… Este puerto artificial se había fabricado en el sur de Inglaterra. Se construyeron 500 cajones de hormigón armado huecos y otros ingenios, que ensamblados permitirían disponer de un puerto más grande que el de Dover y de mayor capacidad operativa que el de Gibraltar. Es increíble contemplar la bahía con los restos de este puerto artificial desde la Butte de Saint-Côme. Una idea genial concebida para 18 meses. Han pasado más de 60 años y todavía se yergue una parte del mismo para curiosidad del visitante. Cuando la marea baja, quedan al descubierto los malecones artificiales que cruzaron el canal arrastrados por potentes transbordadores. Una vez emplazados frente a la costa, fueron sumergidos abriendo sus compuertas al agua del mar. Al mismo tiempo fueron hundidos 60 viejos barcos mercantes para completar la protección.

Los habitantes de Arromanches todavía recuerdan hoy que un día del mes de marzo de 1967 la marea bajó tanto que el mar dejó al descubierto los restos de muchos de aquellos barcos. Quizá uno de ellos era el de un barco-hospital que naufragó al chocar contra una mina y se hundió en tres minutos, arrastrando consigo a 2.500 soldados heridos.

A partir de Arromanches, las emociones mitómanas se suceden una tras otra. Siempre bordeando la costa, nos aguarda el impresionante grupo de búnkeres de Longues-sur-Mer, muy bien conservados y con los impactos de los buques de guerra aliados en sus costados. Luego, llegando a Vierville, la gran emoción: la playa de “Omaha”. Es aquí donde Spielberg debería haber rodado su desembarco, ese terrible desembarco que tantos muertos provocó entre los marines norteamericanos. Resulta emocionante recorrer esta playa en otoño, en las mismas condiciones meteorológicas del “Día D”, pues aunque era un mes de junio, jamás se había dado una tormenta de tales proporciones en las costas normandas en plena temporada estival. Pero en Normandía todo es posible, cosa que ni Hitler ni Rommel tuvieron presente.

 

 

Vista de Arromanches con algunos restos del puerto artificial. (Foto Martínez Parra).

 

Tras “Omaha”, otro lugar mítico del desembarco: Point-du-Hoc. La vista es maravillosa dada la altura a la que está emplazado. Abajo, la playa de guijarros, alcanzable por mar solamente. Hasta aquí llegaron los rangers norteamericanos y murieron como moscas intentando superar los acantilados con cuerdas y escalas. Arriba les esperaban los alemanes con metrallas y bombas de mano. De todo aquello, todavía permanece un terreno ondulante a causa de los grandes hoyos surgidos tras los terribles bombardeos. Semeja un paisaje lunar. Cuando los rangers llegaron a la cima, comprobaron la inutilidad de su esfuerzo: en los búnkeres no había ningún cañón. Días más tarde los descubrieron tres kilómetros tierra adentro. Los alemanes no llegaron a tiempo de colocarlos y los espías de la Resistencia no pudieron hacer llegar la información a los aliados.

La última estación de este Via Crucis bélico finaliza en “Utah Beach”. Se llega muy pronto por la costa, siempre que lo hagamos en coche y no en bicicleta o a pie, que también es posible disponiendo de tiempo. Jamás hubieran imaginado los habitantes de Saint-Marie du Mont, que su playa ya nadie la conocería como tal a partir de 1944. Tiene su museo, con sus recuerdos. Hace 30 años, muchos de estos tanques, cañones y triángulos de la muerte permanecían abandonados y a la intemperie. Con el tiempo se han recuperado, recogido y resguardado en decenas de museos, de mayor o menor importancia.

Personalmente el recuerdo más imborrable será siempre un paseo por las playas de Utah u Omaha, y decenas de documentales, películas y series televisivas jamás podrán con la imagen de ese soldado estadounidense flotando entre las aguas de las playas de Omaha, tratando de llegar a tierra firme entre los triángulos mortales, rodeado de cadáveres y material bélico. Esa foto es el símbolo real, es el legado de aquel genial fotógrafo llamado Robert Cappa, muerto en Indochina –ironías del destino- en 1954, cuando pisó una mina. Durante el Día D obtuvo 106 fotografías y por culpa de un error en el revelado, en los laboratorios londinenses, solamente ocho se salvaron. Una desgracia, una terrible desgracia. Pero por lo menos nos queda el consuelo de saber que aquel soldado no es un desconocido. Se llamaba Ed Regan y no recordaba haber visto a Cappa. No murió, siguió luchando hasta alcanzar Alemania. Se licenció y vivió muy feliz. Fue su madre la que le reconoció de manera fortuita y llamó a la familia Cappa en Nueva York. Regan recordaba que hacía un tiempo muy malo y que se mareó. Volvió a la playa de “Omaha” en 1984 para hacerse la consabida foto con la foto de Cappa.

 

 

A la derecha, la mítica imagen obtenida por Robert Cappa. El soldado visible sobrevivió al desembarco.).

 

Tras el itinerario de las playas del Desembarco, al final siempre nos esperará Bayeux, que es como decir “el tapiz de Bayeux”, tal es su fama en el mundo entero. Se trata de un bordado de hilos de lana, que, al parecer, fue cosido en el siglo XVIII sobre otra tela de lino muy fina, de una longitud de unos 70 metros y una anchura de medio metro. Sus escenas recogen 626 personajes, 202 caballos, 41 barcos y 37 edificios, amén de otra multitud de detalles, que convierten el “tapiz” en un testigo único de los tiempos medievales y de las luchas franco-inglesas.

Pero la ciudad medieval de Bayeux es algo más que la ciudad del “tapiz”. Afortunadamente, no sufrió daño alguno durante la Segunda Guerra Mundial y, aunque también exhibe con orgullo un “Museo de la batalla de Normandía”, el mejor museo es la vieja Bayeux. Pura delicia el barrio de los tintoreros, con el viejo molino de agua en el río y, al final del recorrido, la catedral y el palacio episcopal. Detrás de la plaza se yergue un inmenso árbol, un plátano, que data de 1799 y que la naturaleza y las guerras han respetado. Un milagro.

Desde Bayeux, la siempre útil autopista que finaliza en Cherburgo conduce a un pueblo mítico, Saint-Mère-Eglise, que ha pasado a la historia por ser la primera localidad que liberaron –durante la Segunda Guerra Mundial- los paracaidistas aliados la noche anterior al Desembarco de Normandía. Muchos no llegaron a pisar suelo francés vivos. Se estrellaron, se ahogaron en los campos anegados por los alemanes o fueron ametrallados mientras descendían o quedaban suspendidos en los árboles. Por aquí, perdidos en la noche, miles de paracaidistas estadounidenses extraviados hicieron sonar carracas y “ranitas”, ese juguete de hojalata que produce un peculiar sonido, para reconocerse en la oscuridad y poder reagruparse.

Quiso el destino que uno de los miles de paracaidistas quedara enganchado del tejado lateral de la iglesia de Saint-Mère-Église. Durante trece horas estuvo “haciéndose el muerto”, aunque al final fue descubierto y hecho prisionero por un soldado alemán, Rudolph May. En la película El día más largo esta secuencia se rodó en la misma plaza con la colaboración de todos sus habitantes. El actor estadounidense Red Buttons incorpora en la película el papel de su compatriota, el soldado John Steele. Éste moriría en su país en mayo de 1969. En 1964, con motivo del 20º aniversario, Steele fue homenajeado por todos los habitantes del pueblo. Existe un hotel, un restaurante, un bar y una tienda de recuerdos bélicos que llevan el nombre de John Steele. En la preciosa iglesia, uno de los vitrales está dedicado a la Virgen de los Paracaidistas y existe una “oración del paracaidista” rezada por primera vez en esta misma iglesia el día de su liberación.

Muy cerca de la Iglesia, donde permanentemente cuelga un muñeco-paracaidista, asimismo iluminado por la noche, se yergue el Museo Airborne, donde se relata el rodaje de la secuencia mencionada, y se exhibe un planeador “Waco”, cuyo interior puede ser visitado. Cuando uno se sienta en los bancos corridos y se imagina lo que tuvo que ser el despegue en tierras inglesas, el cruce del Canal y el posterior aterrizaje- en algunos casos amerizaje- en plena oscuridad, tratando de esquivar las luces y el fuego de las baterías alemanas, enseguida comienza a comprender el valor que aquellos hombres demostraron.

Precisamente esta odisea está muy bien reflejada en el segundo episodio de la serie televisiva Band of Brothers (“Hermanos de Sangre”), producida por Tom Hanks, Steven Spielberg y HBO; y que en 2002 fue muy galardonada. Basada en un libro del mismo título de Stephen A. Ambrose, constituye un homenaje a un grupo de paracaidistas estadounidenses que, adiestrados en Georgia, son trasladados a Inglaterra, luego lanzados tras la playa de “Utah”, para tomar más tarde parte en la batalla de las Ardenas, en la liberación del campo de concentración de Dachau y en la toma del famoso “nido del águila” de Hitler, en Berchtesgaden. La formación era conocida como “Easy Company” y pertenecía al regimiento 506 de la División Airborne 101 de la Armada de los Estados Unidos. De todos modos, la serie resulta reiterativa y un tanto fatigosa de seguir.

Existen numerosos cementerios bélicos por toda Normandía. Cerca de Saint-Mère-Église, en Orglandes, se yergue un cementerio alemán. Curiosamente las cruces de los cementerios americanas son blancas, en cambio las cruces alemanas son negras, como si quisieran guardar luto permanente. Cada cruz exhibe el nombre de un soldado alemán. Sin embargo, una de ellas exhibe 22 nombres: resultó imposible identificar a cada uno de los soldados que murieron en el camión que los transportaba y que hizo explosión.

Desde Orglandes, ya de nuevo en la autopista que conduce a Cherburgo, se llega muy pronto a Valognes. Aquí conviene tomar la dirección de la costa del istmo de Contentin, porque el destino merece la pena. A la altura de Quettehou, una carretera secundaria conduce a Saint-Vaast la Hougue, primer puerto francés liberado por los aliados en 1944. El pueblo es una maravilla. Pescadores y aficionados a la vela se entremezclan en su puerto, rodeado de restaurantes que ofrecen los productos típicos de la zona: ostras y mejillones y gran variedad de pescados. Resulta difícil olvidar un atardecer en este pueblo de difícil pronunciación desde los malecones que se adentran en el mar. Al fondo, se divisa la isla Tatihou, cuyas construcciones fueron rehabilitadas en 1990 y que albergan museos y dos jardines.

Siguiendo ruta, pronto nos espera otro pueblo maravilloso y que culmina el arco de la gran bahía normanda: Barfleur. Alguien resumió sus cualidades en cuatro palabras: “el mar, la pesca, el viento, la vida”. Así es. Un puerto pintoresco. Unos pescadores muy amables. Un viento que enrabieta el mar y una preciosa iglesia, Saint Nicolas du Barfleur. Fueron precisos 223 años para terminar su construcción, que se inició en el siglo XVII. Entre sus tesoros se encuentra La Visitación, una pintura sobre tela del artista flamenco Maerten de Vos “el Viejo”. Desde su campanario se divisa un espléndido panorama.

Nada más abandonar Barfleur, se divisa la imponente mole del faro de Gatteville. Con sus 75 metros de altura, es el segundo faro más grande de Francia. Su papel fue primordial en otros tiempos, ya que ésta es una de las costas más peligrosas de toda Francia. Cuando el viento sopla con fuerza y el mar se agita el espectáculo es inolvidable. La carretera por la costa hasta Cherburgo es pura delicia. A cada momento surgen pueblos y playas, como la de Fermanville, que obligan a detenerse para admirarlos.

Y cuando llueve, posiblemente en Cherburgo, Catherine Deneuve seguirá paseando por el puerto, más bella que nunca, con su paraguas. La lluvia y los paraguas son el emblema de Cherburgo. Cuando pregunté a la guía local por los paraguas me dijo: “¿la fábrica o la tienda?”. “¡La tienda, por supuesto!”, contesté. Y allí está, allí sigue con su bello rótulo demodé, en círculo y letra inglesa, que reza “Les parapluies de Cherburgo”. Aquí no hubo desembarco, sino bombardeos previos que destruyeron casi la ciudad.

 

 

La mítica tienda de los paraguas en Cherburgo. (Foto cedida por Juan Rodríguez Bravo).

 

Pero Cherburgo, al igual que Caen, ha surgido de las ruinas de los bombardeos aliados. Su magnífico puerto fue totalmente destruido, poniendo fin a un periodo de esplendor, cuando desde aquí salían los grandes paquebotes y transatlánticos rumbo a las Américas. De aquí partió el Titanic camino de su trágico final. Pero han pasado los años y Cherburgo ha recobrado su antiguo esplendor. En sus nuevos muelles atraca el Queen Mary 2. Setenta y cinco años antes atracaba el primer Queen Mary. La antigua estación marítima trasatlántica, que acogía los trenes de los pasajeros que embarcaban rumbo a América, en gran mayoría emigrantes, se ha convertido desde el año 2001 en el Gran Hall. En el mismo está instalado el famoso “batiscafo Arquímedes”, que en los años 60 realizó extraordinarias inmersiones. Su andadura finalizó en 1974 y ahora, felizmente restaurado, es lo primero que contemplan los visitantes de la “Cité de la Mer”, un gran complejo turístico-científico-cultural, único en Europa. Tiene una finalidad didáctica y el público infantil puede visitar el interior de un gran submarino nuclear, Le Redoutable.

Cherburgo es algo más que un gran puerto, del que por cierto salen los ferris a diario con destino a los puertos ingleses e irlandeses. Los bombardeos respetaron en parte la ciudad, incluida la basílica de la Trinidad y la capilla Saint-Germain, que son el orgullo de la urbe.

Tras Calvados y La Mancha, de nuevo en la autopista camino de París. Pero antes, resta visitar la región de l’Orne, la más meridional. Pasando de nuevo por Caen, desde aquí la carretera conduce a Falaise y después a Argentan. Estamos en tierra de caballos, de queso, de manzanas y de sidra. Muy recomendable la visita al “châteaux du Bourg-Saint-Leonard”. Muy cerca también, Camembert, un pueblo de cuatro casas pero que en una de ellas vivió y murió Marie Harel, la campesina que inventó la fórmula del famoso queso en los tiempos de la Revolución Francesa. Napoleón III y De Gaulle tenían pasión por este queso, que hizo fortuna al ser incluido en la ración diaria de los soldados franceses durante la I Guerra Mundial. Marie tiene una estatua en el pueblo de Vimoutiers. En esta localidad hay un curioso museo dedicado al queso y otro en el propio Camembert, propiedad de la multinacional Président.

Muy cerca de Camembert, se encuentra una de las más célebres yeguadas de Francia: “Haras National du Pin”. “Haras” puede traducirse como “caballerizas” o “yeguadas”. El “Versalles del Caballo” se llama también a este lugar por los numerosos elementos arquitectónicos que recuerdan al palacio de Versalles, como la disposición simétrica de las construcciones o la perspectiva de la Avenida Luis XIV a través del bosque. El “Haras du Pin” dispone de 60 sementales –de 10 razas diferentes- que pertenecen al Estado.

 

 

Playa de Omaha Beach, con el autor al fondo (Foto Francisco Guerrero).

 

Para dar por terminada esta fantástica cabalgada por la Normandía de hoy, resulta obligado acercarse a Montormel, donde se libró la última batalla de la Segunda Guerra Mundial en suelo normando. En el gran valle se produjo el cierre de la llamada “bolsa de Falaise”, a principios de agosto de 1944. Cien mil soldados alemanes que se retiraban hacia París estuvieron a punto de quedar encerrados. En el valle se produjo un brutal combate y murieron 10.000 soldados alemanes y 40.000 fueron hechos prisioneros. El resto consiguió huir, a pesar de la feroz resistencia de los soldados polacos que les cerraban el paso y que, al quedar sin municiones, se enfrentaron a los desesperados alemanes con las bayonetas. En una de las colinas que domina el valle se ha construido un observatorio desde el que los guías narran las peripecias de la batalla. El 21 de agosto de 1944 y los días posteriores, cuando la batalla se dio por finalizada, los aviones aliados observaban una mancha negruzca que invadía todo el lugar. Eran millones de moscas que reposaban sobre los miles de cadáveres entremezclados de soldados y caballos.