Viajes para mitómanos 

 La Viena de "El tercer hombre" 

 

La famosa noria del Prater. (Foto C. Gómez-Miguel).

 

Hay muchas “Vienas”. Tras conocerla, cada uno se queda con la que más le cuadra. Está ante todo, y sobre todo, la Viena tradicional, la Viena del turista normal y corriente, de ese turista que nada más llegar quiere conocer la célebre sala dorada que alberga el Teatro Musikverein, donde la Orquesta Filarmónica de Viena ameniza con su “Concierto de Año Nuevo” la mañana de millones de telespectadores somnolientos, con los valses de la familia Strauss y la famosa Marcha Radezky como punto final.

Hay otra Viena, la heredada de la magnificencia provocada por el Imperio austro-húngaro. Es la ciudad esplendorosa que se muestra al visitante con toda su espectacularidad en cualquier estación del año.

Otra Viena muy añorada por los vieneses es la de principios del siglo pasado, esa Viena 1900 que tan poderoso influjo ejerció en la cultura europea y americana. Es la Viena de Freud, Klimt, Mahler, Kokoschka, Schiele, Wittgenstein, Musil, Schönberg y de otros tantos genios. Esa Viena sí que desapareció por completo, aunque ahora, por fortuna, podamos disfrutar de las sinfonías de Mahler, de los cuadros de Klimt y de la visita a la Casa Museo de Freud.

La Viena invernal es una ciudad totalmente distinta a la que se ofrece al turista en verano. Resulta más íntima, más entrañable, más auténticamente “vienesa”. Sobre todo si ha caído la nieve y la envuelve en su manto blanquecino. Resulta incomparable, por ejemplo, la visión del Museo de Historia Natural cubierto por la nevada.

La capital austriaca requiere por lo menos de cuatro jornadas para ser conocida un poco, para vivirla de emoción en emoción. Se empieza por el Barrio de los Museos y se termina escuchando una ópera en el famosísimo Teatro de la Ópera de Viena, y entre medias, la obligada e inevitable Escuela Española de Equitación.

El Barrio de los Museos alberga el Museo Mumok, dedicado al arte moderno desde el año 1945; la Kunsthalle Wien, referida primordialmente al arte contemporáneo; el Museo Leopold y el Museo de Arte Moderno. Más emociones nos aguardan en la famosa Galería Austriaca, con las pinturas de Gustav Klimt, Egon Schiele y Oskar Kokoschka.

 

De izquierda a derecha: Café Mozart con adornos navideños. (Foto C. Gómez-Miguel) y el estanco vienés de Herbert Halbik. (Foto Pedro Grifol).


Los melómanos tienen su Milla Musical, o paseo de la fama, como el de Hollywood, pero con estrellas de la música clásica. Se inicia con Beethoven y se termina con Mozart, en la antesala de la catedral de San Esteban. En el recorrido, una setentena de estrellas, donde no faltan los Strauss, Chopin y Mahler. Por supuesto, la catedral merece la pena ser visitada sin prisas. En esta maravilla gótica, construida entre los siglos XIII y XV, se casaron Mozart y Constanza. Algunos se animan a remontar la torre sur del templo para contemplar la espléndida panorámica que se obtiene tras culminar sus 345 escalones. Muy cerca está la denominada Casa Fígaro, cuyo título le viene por haber compuesto en ella Wolfang Amadeus su famosísima ópera Las Bodas de Fígaro. Es la única, de las doce viviendas que utilizó Mozart en Viena, que sigue en pie. Desde principios del año 2006 ha sido rehabilitada y convertida en museo, conocido como Mozarthauss. También es muy recomendable la visita al Museo Albertina. Por último, es de visita obligada para los melómanos la denominada “Casa de la Música de Viena”, un espectacular museo interactivo que ocupa el palacio histórico del archiduque Carlos, ubicado en la calle Seilerstätte, 20. Fue inaugurado oficialmente el 15 de julio de 2000, 190 años y seis días después del nacimiento de Otto Nicolai, compositor y fundador de la famosísima Orquesta Filarmónica de Viena y que vivió en este palacio.

La gran escritora austriaca, Ingeborg Bachman, escribió cosas maravillosas en torno a la “Ciudad de la Música”. “¿Debí ataviar una metáfora con una flor de almendro?”, se pregunta en su libro de poemas Nada de Delikatessen. Abandonó Viena en 1953, enfrentada a las autoridades que se negaban a condenar el pasado nazi de su país, y se fue a Roma, donde murió en 1959 a causa de las quemaduras sufridas en un accidente doméstico. Una de las poetas más importantes en lengua alemana es ahora el orgullo de los vieneses.

 

 

De izquierda a derecha: Alonso Ibarrola ante la mítica puerta utilizada en el rodaje de "El tercer hombre". (Foto C. Gómez-Miguel) y cementerio central de Viena, escenario de la última secuencia de la película. (Foto C. Gómez-Miguel)

 


También existe la Viena de los cafés para los degustadores de esta infusión y para los amantes de los dulces, y que son de imprescindible visita. La lista de cafés y sus anécdotas podrían dar contenido a un libro, pues se calcula que existen actualmente unos 560 cafés y 250 pastelerías. Para los nostálgicos del mítico film de Carold Reed El Tercer Hombre, el Cafë Mozart (Plaza Albertina, 2), fundado en 1794 y totalmente renovado en los años ochenta del siglo pasado, les ofrece su bella imagen, sobre todo si su visión se lleva a cabo desde el Museo Albertina, en el nivel superior de su entrada, resguardada por una visera o marquesina que suscitó grandes controversias en los años de su reconstrucción. Curiosamente, la terraza al aire libre que muestra el film no es la misma del café, sino otra situada en una plaza más cercana.

También los fans de El Tercer Hombre tienen ocasión de evocar el film en el famoso Hotel Sacher (Philharmonikerstrasse, 4), que acoge un precioso café, igualmente renovado y que además de los variados cafés, ofrece la mundialmente famosa tarta Sacher, así como el licor Sacher, un exquisito licor de chocolate con toque de albaricoque.

Hay muchas más Vienas. Haría falta un libro. Sin embargo, hay una Viena que a mí me subyuga, que si bien ya no existe, es la que yo siempre he amado y la que busco al llegar. Es la Viena de El Tercer Hombre.

Porque un cinéfilo ha de ser también mitómano y fetichista. Yo lo soy y no me avergüenzo de ello. Por eso cuando llego a Viena enseguida tomo el tranvía seis con el rótulo “Zentralfierdhof”, que como su nombre indica conduce al Cementerio central. Si es de los míos, procure estar junto a la gran puerta de entrada a los dos y media de la tarde de un día otoñal. Tiene que ser así, porque si se ha visto hasta la saciedad, como me ocurre a mí, El Tercer Hombre, sabrá muy bien que al final de la película Holly Martins pregunta al Mayor Calloway qué hora es y, enterado de la misma, desciende del jeep que lo debía transportar al aeropuerto y decide esperar a Anna Schmidt “en la larga avenida flanqueada por árboles que conducían a la entrada principal y la parada del tranvía, chapoteando por la nieve fundida”. Así lo narra Graham Greene en su inicial relato que serviría de guión posteriormente. Lo que cuenta después, por fortuna, no llegó a rodarse. Mejor dicho, se rodó, pero de otra manera muy distinta, tal como sugirió Carol Reed.

 

 

Diversas secciones del museo de "El tercer hombre". En el interior de la garita de cristal la cítara de Anton Caras. (Foto C. Gómez-Miguel).

 

Greene lo cuenta así: “Reed pensaba que mi final –que era indeterminado, sin que se hablara una palabra- podría resultarle al público, que acababa de ver la muerte y el entierro de Harry, desagradablemente cínico. Me convenció sólo a medias; temía que poca gente iba a aguantar en sus butacas el largo paseo de la muchacha desde la tumba y que el resto de los espectadores abandonarían el cine pensando que ese final era tan convencional como el mío. Yo no sabía hasta dónde era capaz de llegar la maestría de Reed y, por entonces, ninguno de nosotros preveía el descubrimiento que hizo de Anton Karas, el tañedor de cítara”.

Y es que realmente en el relato de Greene el final queda un tanto ambiguo porque Martins, tras arrojar al suelo el último cigarrillo, se sitúa al lado de Anna: “la alcanzó y caminaron juntos. No creo que le dijera una palabra: fue como el final de una historia, salvo que antes de que giraran y se perdieran de vista la mano de ella cogió el brazo de él…”. Seguramente Greene ignoraba que en la vida los amores imposibles son los más bellos amores.

Con todo este bagaje literario y cinematográfico resulta comprensible que ahora me sitúe más o menos en el lugar de Holly Martins. Pero no para aguardar el paso de Anna camino de la salida del cementerio. Más bien, para verla entrar y muerta en un féretro. Porque Anna para mí y para todos siempre será Alida Valli. Y Alida Valli murió. Con su muerte, acaecida el 22 de abril de 2006, a los 84 años en Roma, desaparecía la última figura del gran reparto de la película. Sería impresionante un panteón en el cementerio vienés con el septeto fundamental: Carol Reed (fallecido el 25 de abril, a los 69 años en Londres), Graham Greene (fallecido el 3 de abril de 1991, a los 86 años en Vevey), Trevor Howard (el 7 de enero de 1988, a los 75 años en Londres), Orson Welles (el 10 de octubre de 1985, a los 70 años en Los Angeles), Joseph Cotten (el 6 de febrero de 1994, a los 88 años en Los Ángeles), Anton Karas (el 9 de enero de 1985, a los 78 años en Viena) y Alida Valli. Pero dejemos en paz a los muertos que reposan en los países que les vieron nacer, excepto uno, Orson Welles que por expresa voluntad suya, sus cenizas reposan en Ronda en un pozo florido y cuidado dentro de la finca donde nació el diestro Antonio Ordóñez. Por lo que respecta a Alida Valli había nacido en Pula, una ciudad que era italiana cuando vino al mundo, aunque ahora pertenezca a Croacia. Pero Alida ha sido enterrada en suelo italiano.

El año 2006 en Viena se conmemoró el centenario del nacimiento de Anton Karas. Todo el mundo está de acuerdo en que la película no hubiera obtenido tan clamoroso éxito de no haber sido por la banda sonora del citado músico austriaco. Este modesto artista que desde los doce años tocaba su cítara en los típicos cafés vieneses, tuvo la gran fortuna de que en una tarde de 1948 aparecieran Carol Reed y Graham Greene por el café de Martinkowitz. Llevaban semanas buscando por distintos establecimientos de la capital austriaca melodías apropiadas para ilustrar su film. La suerte estaba echada, Karas se hizo famoso, pero no rico, a pesar de haber vendido tres millones de discos en aquellos años. Abrió su propio café cerca de Viena, llamado apropiadamente “Zum Dritten Mann”, bajo la advocación de El Tercer Hombre, en las afueras del pueblo de Sievering y afrontaba noche tras noche a los turistas que llegaban en autobuses organizados para escucharle. Un día ya no pudo seguir tocando la cítara porque la artritis hizo mella en sus prodigiosas manos. Y la cítara se calló.

Los cinéfilos estamos de enhorabuena porque también Viena ha unido a su larguísima relación de lugares de interés turístico, uno muy original: el Museo de “El Tercer Hombre”. Todos los sábados por la tarde un pequeño museo privado de Viena invita a sumergirse en el mundo del film. Se exponen carteles históricos, fotografías originales de la película, programas de cine y alrededor de 300 grabaciones de imagen y sonido, en diferentes formatos que alcanzan desde Schellack al DVD. Localizado cerca del pintoresco mercado Naschmarkt, el Museo ofrece una visión de cómo era la vida cotidiana de Viena tras los bombardeos que masacraron esta bellísima ciudad. Por supuesto que mientras el visitante se pasea por el mismo, se escucha la música de Karas registrada en una cinta de Schellack que suena desde las profundidades de una histórica caja de música. El museo muestra entre otras curiosidades la cítara original que Anton Karas usó en Londres para componer y grabar la música de la película. Otro de los platos fuertes es la colección de versiones del tema Harry Lime. Se pueden escuchar más de 350. De todos modos, el cinéfilo puede actuar por su cuenta en Viena y no apuntarse a ningún circuito organizado.

 

 

El autor con la guía vienesa Susan en la mansión de la Josefsplatz, donde "vivía" en la segunda planta Harry Lime. (Foto C. Gómez-Miguel).

 

Recuerdo con mucho cariño y emoción el circuito que llevé a cabo en enero de 1992, con una guía profesional, Friederike Mayr, una señora vienesa ya entrada en años. Me citó en la estación de metro de Karlsplatz. Se dedicaba una vez a la semana a mostrar la Viena de El Tercer Hombre. Afortunadamente, además del alemán, hablaba el inglés. Por teléfono me indicó su tarifa y dado que no era el día fijado para las visitas accedió a mostrarme esa Viena tan particular y tan querida para mí siempre que asumiera el coste de un grupo de diez componentes. Invité a varios colegas míos a la visita y aceptada la invitación nos personamos en la mencionada estación de metro blandiendo varias linternas. Resultó un itinerario inolvidable. Empezamos, como en la película, por el Cementerio Central, después fuimos al café Mozart, que en aquella época estaba cerrado y en venta. Querían comprarlo los japoneses, pero los vieneses habían puesto el grito en el cielo.

 

 

El actor Joseph Cotten figura en el museo con fotos del rodaje. (Foto archivo del museo).

 

Nos trasladamos a la noria del Prater y como mandan los cánones nos subimos a las vagonetas. Arriba del todo, recordábamos la conversación de Orson Welles y Joseph Cotten con “los puntos negros o manchas” y el cinismo de Harry Lime respecto a su valor económico. ¡Y cómo no! La famosa frase de la paz suiza, de la violencia renacentista italiana, tan creativa a fin de cuentas y del reloj de cuco. Ya se ha repetido hasta la saciedad que la famosa frase se la inventó Orson Welles sobre la marcha y que se equivocó rotundamente: los suizos no fabrican relojes de cuco, sino que son los alemanes del sur. Después de la noria el momento más emocionante llegó con el descenso y las visitas de las cloacas, sobre todo de la gran cloaca central que confluye en el Gran Canal del Danubio. Siguen paseando las ratas tranquilamente, pero la guía no supo darnos razón de si eran descendientes de las que intervinieron en el rodaje. Otra de las grandes emociones la viví en la calle Schreyvogelgasse número 8. En esa maravillosa casa y en ese número hay un portal y en el dintel de ese portal aparecían en el film los pies de un desconocido y un gato. Enfrente una ventana que se abría y cuya luz mostraba al mismísimo Harry Lime. Pocas veces habrá dado el cine la oportunidad a un actor de crear tal expectación como la creada por Orson Welles en esa inolvidable aparición. Proseguimos nuestro itinerario por la Josefsplatz y tantos y tantos lugares que evocan el film. Sin olvidar la casa donde supuestamente vivía Harry Lime, ante cuya puerta Holly Martins es denunciado por un niño. Y la plaza en la que Harry Lime desaparece como por arte de magia hasta que descubren que los adornos inmobiliarios ocultan escaleras que conducen a la red de alcantarillas y cloacas. Todavía existen en Viena algunos de estos artilugios o por los menos existían cuando yo la visité por última vez.

 

 

De izquierda a derecha: El niño Herbert Halbik, Hansen en la ficción, durante el rodaje en Viena de la película El tercer hombre en el año 1948 y Herbert en la actualidad en su casa de Viena en su permanente silla de ruedas.

 

Y para terminar el apasionante recorrido nada mejor que la cafetería del Hotel Sacher para degustar la famosa tarta. Recuerdo que la guía y el que esto suscribe nos vimos inmersos en un desafío memorístico en torno a los protagonistas del film. La guía empezaba a sentirse visiblemente molesta ante el hecho de que no pudiera avasallarme con sus conocimientos y mis amigos daban evidentes signos de cansancio y aburrimiento. En un momento crítico la guía me espetó: “Y, ¿sabe usted cómo se llamaba el niño?” Rápidamente le respondí: “Hansel en la película y Herbert Halbik en la realidad”. No se dio por vencida y volvió a la carga preguntándome: “¿Sabe si vive?”. Me sentí derrotado, no lo sabía. Entonces con aire triunfal me aclaró: “Herbert afortunadamente vive. Y digo esto porque años más tarde bañándose en las aguas del canal, se arrojó al agua, dio con una roca al zambullirse, con tan mala fortuna que se lesionó la columna y quedó para siempre sentado en una silla de ruedas. Se casó y el Ayuntamiento le concedió un estanco o algo parecido”. Dicho esto con mirada triunfal, el silencio lo rompió uno de mis amigos con este grito: “¡Al estanco no!”

Años más tarde, el mes de diciembre de 2006, volví de nuevo a Viena, y a recorrer en parte la ruta de “El tercer hombre”. En el Museo ya figura una aportación española, la única: la portada original de un disco de vinilo de larga duración que recoge la música de El tercer hombre con Anton Karas. Su dueño era yo. El director del Museo, Gerhard Strassgschwandtner, agradecido y ante mi insistencia, me proporcionó la dirección “secreta” del estanco que regenta Herbert Halbik, el que fuera “Hansel”, el niño acusador de la película. “Pero, por favor, no intente localizarlo, él no quiere saber nada de periodistas”, me dijo. Durante varios años insistí y, por fin, el mes de abril de 2011, me envió una fotografía reciente y las respuestas a un breve cuestionario. De esta manera supe que para él “es agradable no ser olvidado por completo, pero que algunos periodistas no saben respetar ciertas reglas y que es muy importante la privacidad”. También añadía que es muy consciente de “ser el último eslabón vivo de un film mítico y que es muy agradable haber interpretado un papel, aunque corto, en la película, un documento de aquel tiempo, que para los vieneses es reflejo de una época humillante”. Finalizaba la entrevista diciendo que “no recuerda a los actores pero sí que se portaron muy bien con él”. Curiosamente, me afirmaba que nunca tuvo contacto con Anton Karas.