Placa conmemorativa en la casa natal de Proust, en la Rue Fontaine, 96, en París. La casa original fue demolida. (Foto Martínez Parra)..
El 18 de noviembre de 1922 moría en París Marcel Proust, “el más grande escritor del siglo XX”. En sus últimos años escribió o dictó febrilmente en su gabinete forrado de corcho y fumigado de vapores contra el asma, acostado en su cama y envuelto en abrigos, batas y bufandas. Presentía su final y quería dejar terminada su monumental y maravillosa novela: A la búsqueda del tiempo perdido. Lo consiguió. Diecisiete años antes, en 1906, en un día no determinado por sus meticulosos biógrafos, iniciaba el relato de su monumental obra de la siguiente manera: “Durante mucho tiempo me he acostado temprano”.
Walter Benjamin afirma que “Proust empieza la historia de su vida por su despertar”, quizás aludiendo al primer párrafo de su inmortal novela. Y como así es, resulta aconsejable iniciar en París este itinerario sentimental desde el lugar de su nacimiento: la rue Fontaine, número 96, en Auteuil, en aquel entonces lugar de veraneo de la burguesía media parisina. Una placa indica que Marcel Proust nació en una casa, ya demolida, el 10 de julio de 1871. Era el año de la Comuna y sus padres se habían refugiado en casa de su tío Louis Weil huyendo de los horrores de la guerra civil y de la posterior feroz represión. En Auteuil vivieron dos años, y allí nacería también Robert Proust, su hermano.
El 1 de agosto de 1873, los padres de Proust se instalan en el segundo piso del número 9 del Boulevard Malesherbes, donde también hay otra placa que lo recuerda. La puertas de entrada al edificio se conservan tal como eran en 1870, y en el dintel se ve el medallón de piedra labrada, con el número 9, rodeado de hojas de roble. Casi treinta años vivió aquí la familia unida -hasta 1900-, aunque la casa de Auteuil siguió durante veinticinco años sirviendo de residencia secundaria. El jardín de esta casa aparece reflejado en su primera obra: Por el camino de Swann, al igual que el jardín del abuelo en Illiers –el “Pre Catelan”- y le servirá de telón de fondo para la escena del beso fallido de su madre tras la cena y su posterior reivindicación con victoria final: dormiría junto a ella, con permiso de su padre.
Desde el nuevo domicilio parisino, el joven Proust acude al parque Monceau, donde conocerá al primer amor de su vida –Gilberte-, a los Campos Elíseos -donde se romperá la nariz-, al Bois de Boulogne, donde sufrirá su primer ataque de asma que le marcará para toda su vida, y finalmente al liceo Condorcet, donde empezó mal y terminó muy bien siete años más tarde, en 1889, con un premio de honor en redacción. En el liceo -en la rue Caumartin- no hay placa alguna pero su fachada se conserva igual y que el pintor Jean Beraud reprodujo en su famoso cuadro La salida del Liceo Condorcet, que se exhibe en el museo Carnavalet.
Ese mismo año, Proust se inscribe como voluntario en el Ejército para evitar los tres de servicio militar vigente, siendo destinado a Orleans. Podría ser otra historia, pero basta con saber que dio la talla -1,68 metros-, que no durmió en el cuartel porque sus ataques de asma molestaban a los compañeros, que intentó aprender a montar a caballo y se cayó, y que en su compañía, en el curso de instrucción, terminó con el número 63 de los 64 que eran en total (nunca he conseguido averiguar el nombre y apellidos del último…).
Existe una lamentable fotografía del soldado voluntario con su uniforme y una anécdota posterior que podría inducir a engaño: por un curioso error recibiría más tarde una notificación para una revisión militar… a las tres y media de la madrugada, en los Inválidos de París. Dado que se había convertido en un noctámbulo perdido la noticia le hizo feliz. Rectificada la cita, se llevó un disgusto.
Antes de ser desmovilizado, el 14 de noviembre de 1890, Proust se traslada con su madre, con motivo de un permiso militar, a Cabourg donde ya había estado en los años de la infancia con su abuela, que precisamente acababa de morir en enero de ese año.
Cabourg, al igual que Illiers, son nombres fundamentales en la génesis de A la búsqueda del tiempo perdido. Luego, en la obra serán conocidas como “Balbec”, la primera, e Illiers se transforma en “Combray”. Años después, el Gobierno francés dispuso que oficialmente la pequeña localidad se denominara Illiers-Combray, y así reza en los rótulos de las carreteras que conducen a la misma, a doscientos kilómetros al sur de París, en la ruta de Chartres.
Cuando desde París me dirigía a Illiers-Combray, no tuve más remedio que recordar a la madre de “Martin Romagna” y la novela del peruano Bryce Echenique, La exagerada vida de Martin Romagna, en la que hace referencia a una “peregrinación hasta la casa de Proust, en Illiers”. Una vez allí, su madre, la de Martín Romagna, se entiende, pasó tres horas citando uno tras otro “miles de párrafos de ese escritor, para asombro del pobre viejito guardián que había conocido a las sobrinas de Monsieur Proust y todo…”. Y aquí no acabó la cosa, por lo que sigue contando, ya que gracias a sus generosas propinas, consiguió que le hiciera sonar por diez veces la campanilla de la puerta para sentir lo que sintiera Proust…
De izquierda a derecha: Desde el año 1971 se añadió Illiers al nombre de la estación de Combray, situada en el kilómetro 25 de la línea férrea secundaria Chartres-Courtelaine-St.Pellerin, el famoso "Pré Catelan" denominado también "Jardin de Marcel Proust" y un rincón del "Pré Catelan", donde Proust describe el encuentro de Swann con Gilbert. (Fotos Martínez Parra).
No sé si aquel viejito es éste que ahora tengo delante. Se llama monsieur Compere y habla de Marcel como de uno de la familia. Mantenemos una conversación obligadamente “proustiana”. Me escruta y me examina, con dos o tres preguntas al estilo de cualquier programa-concurso radiofónico o televisivo. “En este rellano dicen que Marcel esperaba a su madre, cuando había invitados, antes de acostarse, para recibir el beso de despedida… Bueno, ya sabrá que para algunos estudiosos eso ocurrió en Auteuil…”. Le aclaré que lo sabía, porque precisamente acababa de dejar París tras recorrer los lugares de su infancia parisina. “Pero no han encontrado nada…”, añadió con cierto desprecio hacia el París “proustiano”.
A primera vista, Illiers-Combray no difiere mucho de otros pueblos franceses, retratados por Jacques Tati en su película Joûr de fête. Exceptuados los días de mercado -todos los viernes-, la tranquilidad reina por doquier. Cuando llega un forastero, enseguida queda catalogado. A los “proustianos” les descubren enseguida, por ese mirar de un lado a otro, investigador, tratando de descubrir las huellas de Proust en cualquier rincón, inmueble, calle, plaza, espino blanco, espino rosa, rododendros… Y saben que acabarán inevitablemente comprando las famosas magdalenas.
Muchos proustianos vienen a Illiers-Combray en peregrinación, añorantes, con el recuerdo vivo del primer tomo, el titulado Por el camino de Swann, tratando de adivinar y localizar el lugar descrito y vivido por el autor, en un intento desesperado e imposible de provocar en ellos mismos -en nosotros mismos- idéntica sensación, ignorando que es al final de la obra, en el séptimo y último tomo, El tiempo recobrado, donde está la clave de todo, cuando el autor, convertido ya en una persona adulta, regresa al mundo de su niñez, y resume su historia personal, la historia de una decepción que para él fue la vida.
Marcel Proust frecuentó con sus padres este pueblecito en su niñez, más o menos hasta sus catorce años, en la época estival. Pero la crisis asmática que empezó a sufrir en París a los nueve años, marcó su destino: ya no más veraneos en Illiers, sino en Normandía, en Cabourg, junto al mar, su salitre y sus algas. Pero treinta años más tarde, cuando por un asunto de testamentaria familiar tenga que volver a aquel mundo tan maravillosamente descrito antaño, se llevará una gran desilusión comprobando cómo aquella Gilberte maravillosa que le dejara embobado a diario en sus paseos “por el lado de Swann” y más tarde en los parisinos jardines de los Campos Elíseos, “había cambiado tanto que ya no me parecía bella, que ya no lo era en absoluto”.
En un último y terriblemente decepcionante paseo con ella, el pobre Marcel descubre que “las fuentes del Vivonne”, que se figuraba “como algo tan extraterrestre como la entrada a los infiernos, no son más que una especie de lavadero cuadrado del que salen burbujas”. Y además, se podía “ir a Guermantes por Meseglise, que es el camino más bonito”, inoportuna frase de Gilberte que “trastocando todas las ideas de mi infancia, me enseñó que uno y otro camino no eran tan inconciliables como yo creía”. Y caminando de nuevo por aquí, con una Gilberte ahora fea, recuerda también su otra pasión, Albertine. Y de pronto piensa que “la verdadera Gilberte, la verdadera Albertine, eran quizás las que se entregaron en el primer momento en su mirada, una delante del seto de espinos rosa, la otra en la playa…”, en esa playa de Balbec –es decir, en Cabourg, que un día viera pasar cogiditas del brazo, a las muchachas en flor. Pero bien sabes Marcelo que mientes, y mientes aunque tu madre haya muerto –dicen algunos que esperaste a que muriera para no herirla…- porque no hubo tales muchachas y Albertine se llamaba Agostinelli, y murió en accidente de aeroplano en Antibes, cuando se cansó de hacer de chófer-amante-secretario y te dejó plantado.
En estas consideraciones me hallaba, en una calle de Illiers, cuando un coche se paró bruscamente ante nosotros, interrumpiendo la labor del fotógrafo y mis pensamientos. “¿Buscan a Proust, supongo?”. Ciertamente, buscamos a Proust, o mejor dicho, los recuerdos. El doctor Jean-Claude Fourtané, que alterna el cuidado de los enfermos con la pasión por Proust, fiel a su temperamento nervioso y eficaz, nos mostró con su coche, y como anticipo de lo que veríamos el día siguiente, Illiers y sus alrededores en una cabalgada impresionante de celeridad. Aquella noche, mi mente equivocaba los dos caminos, el de Swann y el de Guermantes, Montjuvin, Tansonville, Saint-Eman, Mereglise, Mirougrain y Villebon.
Para hacer bien las cosas en Illiers, debe el “proustiano” llegar en tren desde París y darse la misma prisa que se daba la familia Proust en prepararse para descender, ya que los trenes sólo paran dos minutos. Desde el tren, se puede apreciar y divisar a lo lejos, en la plaine, la gran llanura verde, la torre de la Iglesia de Saint-Jacques. “Visto desde el ferrocarril -escribe Proust- cuando llegábamos allí, la semana anterior a Pascua, era tan sólo la iglesia resumiendo y representando al pueblo entero”. La estación se conserva igual que en los tiempos de Proust, convenientemente remozada, al igual que la avenida, aunque los tilos descritos por el escritor han sido sustituidos por plátanos. Hay un Instituto denominado “Marcel Proust” y una calle que lleva su nombre alberga la casa donde nació el padre de Marcel, el doctor Adrien Proust. Una placa lo recuerda.
La bandeja de desayuno de la tía Leonie con su taza para el té o tila y la magdalena correspondiente. (Foto Martínez Parra).
En la calle Ferré, muy próxima a la Plaza Mayor, una pastelería exhibe un letrero que afirma escuetamente: “Aquí, fabricación de la pequeña magdalena de Marcel Proust”. El primer impulso de todo buen “proustiano” es comprar rápidamente las dichosas magdalenas. Así lo hice y con ellas me presenté en casa de la tía Leonie, donde nos esperaba el viejecito en cuestión que debió conocer a la madre de “Martín Romagna”, y que acababa de visitar Santiago de Compostela. Y es que en este pueblo, que está en una de las rutas jacobeas, las magdalenas tienen forma de “concha de peregrino” desde tiempo inmemorial, cuando los peregrinos que partían desde París descansaban en este pueblo. De ahí que también la iglesia esté dedicada a Saint-Jacques. “Cuando la tía Leonie acudía a misa todos los días a esa iglesia, acostumbraba a comprar los pastelillos dichosos en una pastelería que hoy existe todavía… junto a la librería que también existía en los tiempos de Proust, y que hoy día pertenece a Monsieur Renoult”. Interrumpo al viejecito y le muestro mis magdalenas de la rue Ferre. “Esa no es la auténtica tienda –me replica-, porque no existía en tiempos de Marcel”. Tremendamente decepcionado, pensé en arrojar las magdalenas al “Vivonne” proustiano, pero recapacité y supuse que la fábrica sería la misma para una y otra tienda.
La posterior visita que efectuamos a la “auténtica tienda”, la de la Plaza del Mercado, que ostensiblemente anuncia “Tia Leonie compraba aquí sus magdalenas”, me demostró lo contrario, sintiéndome obligado a comprar nuevamente otra remesa de magdalenas “auténticas”. Pero un día, la tía Leonie, que en la vida real se llamó tía Isabel, quedó postrada en cama, enferma imaginaria para muchos -aunque ella siempre trató de demostrar lo contrario-, y al final, bien que se salió con la suya, porque murió disipando cualquier duda en torno a sus presuntas dolencias, no sin antes haber enviciado a su sobrinito Marcel en la mojadura de magdalenas en una taza de té o tila, rito que llevaban a cabo en el dormitorio que hoy día todos los “proustianos” visitamos con veneración… Años más tarde, el sobrino, allí en París, iba a experimentar por vez primera en su vida el fenómeno de la “memoria involuntaria” -tras haber sufrido las “intermitencias del corazón”-, un día en que rumiando tristes pensamientos entró en el patio de los Guermantes -aquel monsieur Guermantes que enviaba telegramas en los siguientes términos a sus pretendidos amigos: “Imposible ir, sigue mentira”, declinando invitaciones- y en su distracción no pudo ver un coche que avanzaba. El grito del cochero le hizo chocar bruscamente con el pavimento y al poner el pie en una losa más alta que la otra, le asaltó el recuerdo de las losas desiguales del baptisterio de San Marcos en Venecia. Y con el asalto, la felicidad, “la misma que la que sintiera comiendo la magdalena y cuyas causas profundas dejé de buscar entonces”. El genio del escritor trazará con nerviosa caligrafía esa maravillosa sensación: “Esto explicaba que mis inquietudes sobre mi muerte hubieran cesado en el momento en que reconocí inconscientemente el sabor de la pequeña magdalena, porque en aquel momento el ser que yo había sido era un ser extratemporal, despreocupado por lo tanto de las vicisitudes del futuro. Aquel ser no había venido nunca a mí, no se había manifestado jamás sino fuera de la acción, del goce inmediato, cada vez que el milagro de una analogía me había hecho evadirme del presente. Sólo él tenía el poder de hacerme recobrar los días antiguos, el tiempo perdido, ante lo cual, los esfuerzos de mi memoria y de mi inteligencia fracasaban siempre”.
Y cuando se leen estas cosas, tratando de recomponer la situación que la provocó, se llega a la conclusión, triste y desolada, de que es una tarea totalmente inútil. Lo saben “Martin Romagna”, su madre y todos los mitómanos que por aquí pasamos.
Porque Illiers no es un pueblo “real”, sino un inmenso decorado, un escenario de la antigua farsa, habitado y cuidado con esmero por unos, maldecido por otros, que en su vida han leído ni leerán a Proust y que opinan que por su culpa, el pueblo y sus casas no se pueden tocar… Y al despedirme de monsieur Compere, supe con certeza que el tiempo pasado jamás se recobra, que es vana ilusión, que el tiempo está en nosotros mismos y que no hay sensación más dramática y al mismo tiempo más conmovedora que el reconocimiento de que la Muerte es lo único que tiene sentido. “Pero esta vez –escribió Marcel Proust-, estaba completamente decidido a no resignarme a ignorar por qué, como lo hice el día que saboreé una magdalena mojada en una infusión…”.
“¿Y usted, señora, tiene ya pensado lo que van a hacer estas vacaciones?”, pregunta monsieur de Norpois a la madre de Proust, en el tomo titulado A la sombra de la muchachas en flor. “No lo sé, quizás vaya con mi hijo a Balbec…”. Por vez primera en su obra cumbre, Marcel Proust se refiere a… Cabourg. Mejor dicho, a cierta Cabourg, porque “Balbec” también es la Bretaña, Dieppe, Douville, Trouville, Treport… y existe en la realidad, cerca de Rouen, un pueblecito llamado Balbec.
Cuando Proust marchó a Cabourg por vez primera con su abuela, “Gilberte le era ya casi por completo indiferente”. Habían pasado dos años desde la última vez que la vio. Pero paseando por el dique de Cabourg, días más tarde, oyó a un desconocido hablar de “la familia del subsecretario del Ministro de Correos”, familia a la cual una vez Gilberte se había referido en conversación con su padre. Por un momento volvió el dolor por el ser querido, pero “ese dolor y ese rebrote de cariño a Gilberte fueron tan poco duraderos como los sueños…”, confiesa.
Marcel va con su abuela a la estación parisina de Saint-Lazare -”uno de esos inmensos talleres de cristal…”- lleno de dolor porque mamá no les acompaña en el viaje. Parten en “el hermoso y generoso tren de la una y veintidós”, y en el camino tiene la sensación por primera vez “de que su madre podía vivir sin él, consagrada a otra cosa, con otra vida distinta”. Sufrió mucho en el largo viaje -cinco horas y media- y siguió sufriendo cuando al llegar a Balbec-Place, se asoma al vestíbulo del Grand Hotel de Balbec, “frente a la escalera monumental imitando a mármol”. Le cayó muy antipático el director del Hotel y como los precios resultaban caros para el presupuesto de su abuela hubo de subir en el ascensor, “que trepando a lo largo de un pilar me arrastró hacia la bóveda de la comercial nave del edificio”. Es decir que se quedaron en las habitaciones más económicas, las del último piso. El ascensor que conoció la “mortal angustia” de Proust en la interminable ascensión ya no existe. Ha sido reemplazado por otro más moderno, más rápido, pero que impide toda visión del exterior.
El "Gran Hotel" de Cabourg desde la playa. (Foto Martínez Parra).
En los tiempos de Proust el prospecto editado para atraer a la gente al Grand Hotel se refería, no sólo a la exquisita cocina y a la vista ideal de los Jardines del Casino, sino también “a las leyes de Su Majestad la Moda, que no pueden violarse impunemente sin pasar por un beocio, a lo cual no quiere exponerse ninguna persona bien educada”.
Ahora el lujoso folleto del Hotel utiliza otra terminología y ofrece sus salas de reuniones para convenciones y congresos con referencias, por supuesto, al ilustre visitante que le dio fama: la “Sala Marcel Proust”, el “Salón Balbec” y un bar denominado “Du coté de chez Swann”, entre otros. La guía que acompaña durante la visita asegura que no hubo una, sino muchas habitaciones ocupadas por Proust. Dependía del estado de las finanzas del escritor. Entre 1907 y 1914, no faltó a la cita estival. Ese año, en pleno veraneo, el 3 de agosto de 1914, estalló la Primera Guerra Mundial y Marcel no volvería nunca más. A partir de esa fecha Cabourg-Balbec conoció una lánguida y gris existencia.
Entre las dos guerras mundiales, Deauville y Trouville se pusieron de moda en todo el mundo y Cabourg quedó arruinada… Pero al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los parisinos y franceses en general descubren la Costa Azul, el bronceado, los baños en un mar cálido, otro sistema de vida. La alta sociedad internacional olvida Normandía. Niza, Cannes, Saint Tropez, Montecarlo, se imponen en la batalla turística. Luego vendrá la reacción, quizás también dada la saturación de la Costa Azul.
En los años sesenta del siglo XX, un intrépido empresario de variedades musicales, siempre con un gran puro en la boca, Bruno Coquatrix, director del famoso Olympia de París, lanza el eslogan “Cabourg, Playa Número 1”. Y da un sentido moderno al veraneo en Cabourg. Es decir, traiciona el espíritu tradicional.
Como el Grand Hotel resultaba deficitario trasforma parte del edificio en apartamentos, tal como hoy día se aprecia, moderniza el Hotel y liquida el maravilloso ascensor que Proust utilizara con tanto temor… Pero explota sabiamente el escenario “proustiano”. Un maravilloso escenario que se mantiene vigente a pesar de Bruno Coquatrix, elegido alcalde en 1971 y muerto prematuramente. Pero el camino ya estaba trazado, un camino que no va ni por el lado de Chez Swann ni por el de Guermantes, sino directo en busca de ejecutivos ingleses, a los que se anima a pasar el Canal y celebrar aquí sus reuniones y convenciones.
Dado que todas las habitaciones que utilizara Proust están ocupadas por clientes -en 1973, Claude Chabrol vino a rodar Le banc de la désolation, y en el Gran Hotel reconstruyó “la habitación de Marcel Proust”-, la guía, compadecida, nos muestra, en el último piso, la buhardilla donde Marcel Proust se refugiaba para escribir A la sombra de las muchachas en flor. Por los “ojos de buey” vislumbraba el paseo marítimo y sobre todo el mar, el maravilloso mar y el cielo, uniformemente grises, en los que “se posaba con exquisito refinamiento un leve tono rosado…”. Era esa “armonía gris y rosa”, al modo de las pinturas de Whistler, lo que Marcel amaba.
Almuerza con su abuela en el gran salón, este salón que ahora se llena de congresistas y ejecutivos, y donde resuenan palabras que hablan de marketing y estrategias de ventas, y en el que Marcel evocaba los dorados rayos de sol, “muy diferentes a los de por la tarde, sencillos y superficiales como doradas flechas temblorosas…”. En ese comedor que para Proust era como un “inmenso y maravilloso acuario, y los obreros, los pescadores y las familias de la clase media de Balbec se pegaban a las vidrieras, invisibles en la oscuridad de afuera, para contemplar cómo se mecía en oleadas de oro la vida lujosa de una gente tan extraordinaria para los pobres como la de los peces y moluscos extraños…”.
Placa que recuerda que en el "Hotel Elysée Union" vivió sus últimos años y falleció Marcel Proust.(Foto Martínez Parra).
Marcel buscaba en el mar los efectos de la luz descritos por Baudelaire, “el sol radiante sobre el mar”. Buscaba el mar de cada día. Cuando se levantaba, lo primero que hacía era descorrer los visillos del balcón, “con objeto de enterarse de cuál era el mar que estaba aquella mañana jugueteando, como una nereida en la tierra costera. Porque cada uno de estos mares no estaba allí más que un día. Al día siguiente ya había otro, muchas veces parecido. Pero nunca vi el mismo dos veces…”.
Todo transcurría tranquilo y feliz para Marcel, hasta que un día “me quedé parado delante del Gran Hotel haciendo tiempo hasta que llegara la hora de ir a buscar a mi abuela: cuando, allá por la otra punta del paseo del dique, destacándose como una mancha singular y movible, vi avanzar cinco o seis muchachas tan distintas por su aspecto y modales de todas las personas que solían verse por Balbec, como hubiese podido serlo una bandada de gaviotas venida de Dios sabe dónde…”. Marcel se había topado con “las muchachas en flor”. Años más tarde, un biógrafo sesudo como Painter, admitiría la posibilidad de que fueran “muchachos”. Daría media vida porque Visconti hubiese rodado la secuencia del descubrimiento de las muchachas. Un proyecto que el gran Luchino no pudo llevar a cabo. ¿Qué puede hacer una cámara ante estas palabras?: “La muchacha que llevaba un sombrero de punto muy encasquetado iba muy preocupada con la conversación de sus compañeras y yo me pregunté si es que me había visto cuando se posó en mí el negro rayo que de su mirar salía…”. ¿Hermoso, verdad? Otra media vida se puede dar también por una frase como ésta.
Marcel Proust desde ese día se sintió atraído por “las muchachas”, y especialmente por una de ellas, y la conoció gracias al pintor Elstir. Albertine Simonet se llamaba la elegida. Y los pasillos de este hotel serían testigos del andar nervioso y presuroso de Marcel, la noche en que Albertine pernoctó para poder visitar al día siguiente a su tía. Y no sabremos nunca qué habitación fue en concreto. La habitación en que Albertine se negó en rotundo a ser besada por Marcel. Simplemente besada. Nunca se explicó Marcel aquella negativa. Luego llegaron las lluvias, se fueron los clientes, los veraneantes, las muchachas en flor y también Albertine. Y Marcel, a solas con su abuela, en el salón casi vacío, decidió volver a París. Le esperaba el mundo de los Guermantes.
Pero volvería una y otra vez. Y al amor de Albertine, aunque dicen que fue una tal Marie Finaly el modelo de la “vida real” en el que se inspiró, le sucedería otro amor, inconfesable, el chófer Agostinelli. Y nunca se sabrá si el chófer era Albertine. Porque en “Albertine” hay muchos amores incluidos y en el Grand Hotel varios hoteles. El de Cabourg y el de Les Roches Noires, de Trouville, entre otros. Tuve ocasión de golpear con los nudillos los tabiques del Grand Hotel de Cabourg y percibir cierta endeblez en los mismos. Y traté de oír la respuesta de su abuela y más tarde de su madre, a las llamadas insistentes, a sus golpes nocturnos, inconfundibles para su abuela, que disipaban sus miedos y temores. Porque detrás de las imágenes y colores, “no había sino el triste vacío de la playa barrida por ese viento inquieto de la noche…”. Las noches de Marcel. Dolorosas, desesperanzadas por un amor o unos amores de los que nunca se atrevió a confesar su naturaleza. Un día, un amigo le daba una lección práctica sobre cómo estrechar la mano del prójimo, “con vigor, así…”. Marcel objetó: “Si sigo su ejemplo, la gente creerá que soy un invertido”. Ciertamente, Marcel Proust fue un invertido, atormentado por los remordimientos. Y por los celos, los recelos, fundados unas veces, infundados otras. Pero lejos del terrible mundo en el que el vicio posteriormente le sumergió, noches en burdeles, en que curioseaba cómo las ratas se convulsionaban, atravesadas por agujas y alfileres –”Yo le proporcionaba las ratas”, afirmaba un parisino hace años-. Lejos de ese mundo está la bellísima realidad de su obra, con esa banda sonora que es la frase del “septeto de Vinteuil”.
Para mí, de todos los mundos perdidos, irremisiblemente perdidos descritos por Proust, el de Cabourg-Balbec sigue siendo el más válido, porque todavía nos es posible escuchar el ruido del mar, los rumores provocados por las olas en su lucha contra las rocas y pensar que esos mismos ruidos, esos mismos rumores los captaron los finos oídos del genial escritor.
La familia Proust decide, en 1890, cambiar de domicilio trasladándose a la rue de Courcelles número 45. Marcel aprovecha la ocasión para viajar, por segunda y última vez en su vida, a Venecia. -”Proust tenía vocación de Venecia”, afirma Paul Morand-, huyendo de los inevitables líos y trajines que todo cambio de domicilio provoca. Y en la ciudad de los canales, le sucederá el episodio de la losa movible en el baptisterio de San Marcos, que provocará la “memoria involuntaria” -en el argot “proustiano”- de otra losa tembleque en el patio parisino de la mansión de los príncipes de Guermantes. En la actualidad es un magnífico edificio, y penetrando en el gran portal, a la derecha, el visitante se topa con una gran escalera y una bóveda sonora, tal como lo describiera el mismo Proust. Aquí trabajaba, en el salón-comedor, por las noches, alumbrándose con una lámpara de aceite, recibiendo a sus amistades, con nombres tan ilustres como León Daudet, Anatole France, Madame de Noailles, Robert de Montesquieu…, ignorantes de que estaban sirviendo de modelos, de arquetipos, a unos personajes literarios que pasarían a la posteridad.
La boda de su hermano el 2 de febrero de 1903, y la posterior muerte de su padre, de una hemorragia cerebral el 26 de noviembre de ese mismo año, le sumen en profunda tristeza y melancolía, que se convierten en una terrible crisis cuando su adorada madre fallece dos años más tarde, el 26 de septiembre de 1905. Él, que de niño había respondido al cuestionario de un compañero que su idea de la infelicidad era “estar separado de la mamá”, dirá años más tarde –cuando lo descubrió “realmente”- a Celeste Albaret: “Muriendo mamá, se llevó consigo al pequeño Marcel”. Y es que sin su madre, creyó que el mundo se le vendría encima y fue al revés… Él se arrojó al mundo, a su mundo…
El 27 de diciembre de 1906, Marcel se traslada a la que sería su penúltima morada, en el número 102 del boulevard Haussman. En la casa de la rue Courcelles tampoco queda recuerdo alguno de su paso, porque en la actualidad todas las plantas están ocupadas por oficinas comerciales. Fuera, en la calle, se puede observar que la fachada conserva la huella de una supuesta placa conmemorativa. En cualquier caso, desapareció… y es que, aunque resulte penoso admitirlo, entre bancos, hoteles y oficinas, en la capital francesa está desapareciendo toda traza de la existencia de Marcel Proust.
Esta casa pertenecía a su tío George Weil, muerto cuatro meses antes, y Marcel ocupará el mismo dormitorio en que aquél murió. Ha conseguido el alquiler gracias a su tía, pero el piso le parece muy feo. Sólo le consuela el hecho de que lo conociera en vida su madre. Todavía permanece su recuerdo, que se irá amortiguando, especialmente cuando al año siguiente ocurre un acontecimiento trascendental: Marcel Proust reanuda su oficio de escribir con textos que anuncian ya directamente su obra magistral, la Búsqueda. Aseguran algunos críticos que el fallecimiento de su madre resultará fundamental en el desarrollo de su obra, permitiéndole afrontar algo que en vida de ella no hubiera osado plantearse: su homosexualidad, una homosexualidad que él jamás aceptó ni reconoció en sociedad, y que fue el gran reproche de André Gide, y que jamás se lo perdonaría.
De izquierda a derecha: la sala "Marcel Proust" en el "Gran Hotel" de Cabourg y tumba de Marcel Proust en el cementerio Père Lachaise de París. (Fotos Martínez Parra).
Seguirán aquí, en este piso, años de trabajo, de creación y de crisis asmáticas. El 28 de enero de 1910, el Sena inundó París, alcanzando el hogar de Proust, en el primer piso. Los trabajos de restauración le sumen en la desesperación… y se refugia en Cabourg. Sigue escribiendo sin descanso. El año 1912 será el año de la búsqueda de un editor, y tras muchas desilusiones y humillaciones (un editor le devuelve el manuscrito sin abrir el paquete siquiera), el 14 de noviembre de 1913 aparece el tomo titulado Por el camino de Swann. ¿Éxito fulminante, arrollador, críticas favorables unánimes? En absoluto. Es famosa la opinión del director de una editorial, Humblot: “Seré quizás obtuso, pero no consigo llegar a comprender cómo se puede emplear treinta páginas para escribir cómo dar vueltas y vueltas en la cama hasta quedar dormido”. Pero Marcel Proust no se desanimó jamás. Creía firmemente en su obra y nada ni nadie pudieron impedírselo. Ni la muerte. Porque él llegó antes a su conclusión, culminando una obra magistral.
En 1919 afrontó el último drama inmobiliario de su existencia: su tía había vendido el edificio donde se encontraba su piso a la Banca Varin-Bernier, que proyectaba derruirlo y proceder a la construcción de uno nuevo. La famosa actriz Rejane le ofreció un apartamento en la cuarta planta de su casa, provisionalmente vacío. Se trataba del número 8 bis de la corta rue Laurent Pichet, situada entre la rue Pergolesi y la famosa Avenida Foch. En este apartamento permaneció cuatro meses, de junio a septiembre de 1919. Hay una placa conmemorativa.
El 1 de octubre de ese mismo año, Proust se instala provisionalmente en la cuarta planta de la rue Hamelin número 44. Parte del mobiliario lo deja en el almacén de un guardamuebles y solamente se lleva consigo los objetos más queridos. La muerte convertirá en definitiva esta decisión.
Pero no todo ha de ser pesares y críticas adversas. El 10 de diciembre se le concede el “Premio Goncourt” por su novela A la sombra de las muchachas en flor. Será el inicio de su consagración. Le empiezan a acosar los periodistas y le piden colaboraciones en diarios y revistas de gran prestigio. Proust inicia una dramática carrera contra el tiempo. Tiene trazado el esquema de su obra y teme que no llegue a culminarla. El séptimo y último tomo es fundamental, porque en él, con El tiempo recobrado, se cierra el inmenso arco –realizado con un millón trescientas mil palabras francesas- de una visión personal de la condición humana a través de una sociedad, que tras la guerra -la Gran Guerra- se hunde y desaparece irremisiblemente.
En la quinta planta del número 44 de la rue Hamelin muere Marcel Proust el 18 de noviembre de 1922 y en la que se había instalado en octubre de 1919. Es inútil tratar de visitarla, porque toda la casa la ocupa en la actualidad un hotel, el Hotel Elyseés Union concretamente. Ni tan siquiera se puede ver la habitación en que murió, “la ocupa un cliente”, me aclaró un conserje que, en vida de Proust, hubiera sido, a no dudarlo, increíblemente solícito, porque Proust fue en extremo dadivoso con ellos –daba propinas enormes, con gran escándalo de familiares y amigos- y respetuoso. Enviaba cartas dirigidas “al señor Conserje del señor Duque”, y otras por el estilo. Otro conserje, en otra ocasión, también me impidió conocer la habitación parisina del Hotel Le Bélier, donde muriera Oscar Wilde. Ignoran que los mitómanos pagaríamos un suplemento especial con tal de conocer y habitar esas moradas…
Pero se sabe, por ejemplo, que la habitación en que murió Marcel era siniestra, así le pareció a François Mauriac –otro de sus renombrados biógrafos- cuando le visitó una vez. Los muebles, los escasos muebles que conservaba se los llevaron sus herederos, porque otros que heredó anteriormente de una tía, terminaron en un burdel.
Tenía 51 años y sabía a ciencia cierta que se moría, aunque le costó admitirlo. Todavía, cuando escribía el séptimo y último tomo de A la búsqueda del tiempo perdido, el titulado El tiempo recobrado, llegó a decir “como la pereza me había acostumbrado a ir aplazando mi trabajo para el día siguiente, me figuraba que podía ocurrir lo mismo con la muerte”. Pero no ocurrió lo mismo aquel 18 de noviembre y murió a las cuatro y media de la tarde con los ojos aún abiertos, igual que el absceso que tenía en sus pulmones. Asegura George D. Painter que dijo “Madre”, pero quien le cerró sus ojos, su fiel sirvienta Celeste Albaret, lo negó rotundamente. Para los “proustianos” basta con decir “Celeste”. Ella murió el 25 de abril de 1984, a los 93 años y durante algún tiempo, tras la muerte de su amo, se ocupó –por intervención de la Administración francesa- de la custodia y conservación de la casa del compositor Maurice Ravel, en Montfort-L’Amaury, cerca de la capital francesa. Más tarde, Odilon, su marido, vendió el taxi y el matrimonio adquirió un hotel en París, el Hotel d’Alsace et Lorraine, en la rue de Cannettes, 14, que desemboca en la plaza St. Sulpice. Ahora el hotel se llama La Perle (desde el mes de enero de 1993) y no conserva ningún vestigio ni recuerdo de sus antiguos dueños, pero una señorita en la recepción recordaba “que había pertenecido antes a la gobernanta de Proust”.
Tras guardar silencio durante 50 años, en 1973, Celeste concedió una entrevista –habló ante un magnetófono durante 72 horas- al periodista Georges Belmont, para un libro que tituló Monsieur Proust. El libro decepcionó porque Celeste no tenía nada que contar, ni añadir a lo ya conocido. Las miserias de la vida cotidiana sólo tienen interés en las revistas “del corazón”. La antigua gobernanta contó que el primer domingo que estuvo al servicio del novelista, se vistió para ir a misa. Proust exclamó: “¿A dónde va? ¡No puede dejarme solo!”. Y Celeste no volvió a oír misa, por lo menos en vida del señorito…
Fue su fiel y abnegada sirvienta y, en las horas postreras, secretaria. Hasta el día de la entrevista nadie se acordaba de su existencia, a pesar de que Marcel había pronosticado “sus pequeñas manos me cerrarán un día los ojos”. Casada con uno de los chóferes de Proust en 1913, poco antes, en noviembre de 1912, había entrado a su servicio para siempre. La educó, la instruyó y le aclaró “que Napoleón y Bonaparte eran una sola persona…”, como contara a Gide.
Celeste cuidó de su amo hasta la muerte –le cerró efectivamente sus ojos- y escribió los últimos párrafos que le dictó, con la muerte en los talones. Unos párrafos que habrían de ser añadidos a La Fugitiva, pero no ocurrió así. ¿Se perdieron o no merecían la pena? Nunca lo sabremos. Son los peligros de dejar las cosas para última hora. “En vez de trabajar –reconoció Proust- viví en la pereza, en la disipación de los placeres, en la enfermedad, en los cuidados, en las manías, y ahora emprendía mi obra en vísperas de morir, sin saber nada del oficio”.
De esta casa de la rue de Hamelin saldría su cadáver, camino del famoso cementerio Père Lachaise, donde reposa en la actualidad, no sin antes pasar por la cercana iglesia de Saint-Pierre-de-Chaillote, donde se celebraron los funerales, con los honores militares –cuenta Painter- que le correspondían por ser Caballero de la Legión de Honor, interpretándose la Pavana para una Infanta difunta, de Ravel (ese Ravel que ignoraba que Celeste Albaret sería su guardiana postmortem). En el entierro, un perro asustado y callejero, se refugió bajo el féretro y algunos rieron.